jueves

LUANA

Gira, se coloca boca abajo, la abraza y presiona su rostro contra ella que, blanda, sumisa, dócil y obediente, cede y se amolda. Está incómoda. Así no; ahora la toma con ambas manos y la posa sobre su cabeza mientras la oprime sólo un poco. Hace calor. Así tampoco; se cansa y la arroja fuera de la cama; cuando cae, la almohada pega contra el velador, que también se precipita al suelo. Ya está, no aguanta más. Fastidiada, entiende que no ha de conseguir dormir y se levanta. En la oscuridad, patea la almohada y el velador, que quedó abajo escondido, lejos de su propia luz. Le duele el pie. Maldice y ríe; se ríe de su mala suerte y de lo absurdo de reírse de su mala suerte.

Ata su ondulado cabello y bebe jugo exprimido, mientras deambula descalza y en camisón por el departamento en penumbras. Al pasar, se mira fugazmente en el espejo que le devuelve la imagen de su cuerpo entero; no se detiene como lo hace siempre.

Luana está inquieta, y no consigue serenarse. Luego de fumar un cigarrillo, se decide por el sillón que está frente al ventanal que da hacia la costa, y se deja caer sobre él.

Luce como una verdadera y magnífica mujer, y sin embargo conserva esos destellos de frescura e inocencia propios de la niñez, que manifiesta al sentarse igual que los chicos del jardín de infantes: Las rodillas flexionadas y las piernas cruzadas sobre sí.

No aprendió, aún, a mirar hacia adentro; el vacío le causa temor. Entonces mira para afuera. Cuando su mirada se pierde en las estrellas no piensa en nada; tiene el codo apoyado en la rodilla y la palma de su mano izquierda sosteniéndole la mejilla, al tiempo que su mano derecha juega a enrular aún más los mechones que se escaparon del broche con el que se hizo una cola.

Sin ningún motivo comienza a reír. Siempre le ocurre eso; no evoca nada en particular, ríe sin causa alguna. Al rato, tal vez por propia voluntad, la risa le recuerda a alguien o a algo. En esta oportunidad, sin proponérselo, recuerda a quien que pasó por su vida, apenas, durante unas pocas semanas y ocupó sus pensamientos por mucho tiempo más. Él, tras regalarle una flor, le había dicho que ella era alguien especial, un ángel. Luana reía y sentía dentro suyo algo que no podía explicar. También escribió en una servilleta de papel que "Cuando ella sonreía, abrazaba la vida; cuando lloraba, el mundo se marchitaba". Esta docena de palabras le llegó directo al corazón, desbordándolo. ¿Por qué volvía a recordar aquello? ¿Por qué nuevamente sentía esa sensación extraña e inexplicable? ¿Habría hecho bien?.

Sin levantarse, se estira y abre en parte la ventana. Descubre que una leve llovizna bautiza el paisaje, haciendo resaltar las pocas luces que se alcanzan a ver.
Sigue riendo. Ahora, en esta extraña noche, sola, sentada en un sillón como una nena jugando con su pelo, ríe; ríe con énfasis; esa risa nuevamente abraza y abarca la vida, pero en sus mejillas algo brilla: lágrimas incontrolables; lágrimas que la abrazan, que mojan sus pétalos. Lágrimas de tristeza.
Fueron tantas las veces que se sintió así…

En tantas ocasiones, pese a estar acompañada, paladeó ese sabor amargo que produce no ser comprendida plenamente, ese sentimiento de soledad en el alma, ese vacío que parece destinado a no colmarse jamás (ese escepticismo propio de quienes mucho han amado y poco han sido amados, de quienes, como ella, todo han apostado y como paga han recibido dolor y luego indiferencia). Tantas veces se sintió marchitar…

Agita sus manos, queriendo espantar esos pensamientos pero sabe que es en vano, que de eso no puede escapar porque son parte de su vida. Suspira profundamente antes de ponerse de pie y dirigirse, bailando, hacia la pequeña mesa con adornos artesanales y sonrientes fotografías. De una cajita rectangular de madera barnizada extrae un sahumerio. Lo enciende.

Sus ojos siguen destilando lágrimas.

Piensa en cuánto le hubiera gustado ser bailarina, y dando dos vueltas sobre sí misma y cae una vez más sobre ese sillón huérfano de tibiezas. Mientras el aroma a sándalo inunda el ambiente -purificándolo-, seca sus mejillas diciendo en voz alta:
-Los ángeles nunca están tristes, no sufren ni lloran.

Mira por la ventana intentando distraer su atención. Se da cuenta que ya no llovizna. También nota que la marea ha bajado más de lo habitual, para dejar a la vista una uniforme superficie oscura, en donde sólo resaltan esporádicos copos de espuma blanca, que luego se extinguen gracias a su feroz lucha con el aire.
"¿Será que el mar se retiró para agrandar de manera voluntaria el continente?" pregunta para sí "¿O será que el océano está tomando impulso para embestir y revolcar a todos los seres vivientes?"
-Me parece que estoy completamente loca- concluye en voz alta, y vuelve a reír a carcajadas.

En el ambiente los contornos se adivinan gracias a la tenue luz que entra, favorecida por la ausencia de cortinas. La perfumada fragancia del sahumerio se va mezclando con el olor a tierra mojada, que hace su aparición merced a que la ventana aún permanece abierta. Este cóctel de aromas la envuelve.

"Que noche tan diferente" piensa. Le parece que esa frase es de una canción pero no recuerda de cuál.

-Que noche tan diferente- canta, inventándole una música a su antojo, mientras piensa vagamente en su propia existencia y en lo mucho que desea tener una vida superior, sublime, distinta como esa inobjetable vigilia.

Ahora pestañea varias veces seguidas y mira la blanca luna llena. Asombrada ve cómo una estrella renuncia a permanecer inmóvil en el firmamento y cae, gloriosa, dibujando su trayecto final con una estela de luz deleble. Cierra los ojos para pedir un deseo pero no sabe cuál podría ser; pediría tantas cosas, necesita tanto. Aprieta fuerte los párpados, para que el efecto del deseo no sea fugaz, y se decide por pedir un milagro; no comprende bien porqué le salió eso, pero igual está orgullosa de su solicitud. Expectante, abre muy despacio los ojos.

Nada.
Nada nuevo ocurrió.

Todo sigue igual que antes, por eso llora; lagrimea, se deshoja, se va secando y el mundo se marchita a su lado.

Está cansada y está cansada de estar cansada. Esa triste redundancia le dibuja una pequeña sonrisa. Se para y comienza a caminar hasta quedar frente al espejo, el mismo en el que siempre ensaya distintos pasos de baile y diferentes maneras de andar (hasta ha probado reptar o agitar alas).

Se sobresalta al descubrir que su reflejo comienza a iluminarse. No puede creer en lo que ve; no puede asimilar lo que ocurre delante de sus ojos. Intenta moverse pero le es imposible; ya no es dueña de su humanidad y permanece frente al espejo perpleja, mientras contempla como su imagen va resplandeciendo cada vez más. Ahora, el contorno de su cuerpo es envuelto por una inmaculada luz, que también la baña de la más absoluta paz. Jamás se sintió tan bella ni tan pura.

Luana puede verse, brillante, angelical, y puede sentir cómo su ser se despoja, raleándose de las peores cosas de su propia persona, de los sentimientos más tristes y oscuros que en ella habitan. Intuye que el tiempo se detuvo, que por única vez asiste al milagro personal de redimirse y lograr una versión mejorada de sí misma. Palpita con total intensidad cómo su corazón se va nutriendo de aquella luz, cómo la energía recorre su cuerpo; siente con absoluta certeza que ha renacido, que su alma ha florecido, que su polen hará la miel más pura, que su néctar la embriagará de eternidad. Sonríe y sabe, porque lo percibe con nitidez, que está abrazando la vida. Ahora el mundo ya no se marchitará.

El resplandor disminuye poco a poco hasta desaparecer. Ella recupera el movimiento de su cuerpo. Sabe, está segura, que el tiempo se detuvo aunque no conoce durante cuanto; y también sabe que otra vez, indefectiblemente, en todos lados y como siempre, la vida vuelve a sucederse, a seguir pasando. La vida vuelve a hacerse cosa de todos los días, de todos los instantes; pero todo es diferente: ella ya no es la misma.

Así es Luana, tan simple y tan compleja; que llora y el mundo se marchita; que ríe y abraza la vida. Luchadora, capaz de rebelarse contra sí misma. Eterna, capaz de revelarse a sí misma la dualidad, humana y celestial, de su persona.
Así es ella, una mujer y una niña al mismo tiempo; tan tierna y tan indefensa, tan fuerte y tan necesaria.

Totalmente en paz, cierra la ventana y nota que allá, bien al fondo, se distingue la amarillenta franja que separa lo diurno de lo nocturno. Alguien, quizás el tiempo, está subrayando el amanecer.

Sin ninguna prisa repasa lo ocurrido, mientras vuelve a su sillón. Allí agradece el milagro personal del florecimiento de su corazón. Se siente vital, valiosa y feliz; es por ello que arranca a murmurar la canción que inventó:
-Que noche tan diferente... - pero el sueño comienza a invadirla y pronto la vencerá por completo.

Unos segundos antes de quedarse dormida abrazando un almohadón, piensa con los ojos ya cerrados que esta noche bien podría haber sido 25 de diciembre, su Navidad personal.

Pero pese a que no lo ve, el almanaque -que cuelga al lado de un crucifijo tallado por sus jóvenes manos- indica que es jueves. Jueves 21 de septiembre.

3 Comentaron sin empacho:

Anónimo dijo...

Excepto porque de ángel no tengo nada, esta chica me recordó a mí. Debe ser geminiana.

Martín Aon dijo...

Si? mire qué loco, nunca me habían arriesgado el signo de algún personaje.
Gracias por Leer, Doña Luc

Unknown dijo...
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