lunes

PEQUEÑOS ACTOS PARA MORIR UN POCO MENOS


“…escribo para morir un poco menos,
para fijar residencia en el recuerdo.”
Julio Alfonso
EL ALMANAQUE


La tarde fresca, amnistía concedida por el día después de una
mañana nublada y pegajosa, nos encontró intentando prorrogarnos en un bar.

“Hagamos algo que valga la pena, algo que justifique las horas invertidas hasta acá. No puede ser que se nos pase el tiempo y no encontremos la manera de no morir”, dijo repentinamente el Negro, interrumpiendo una discusión futbolera. Lo miramos y al instante entendimos que hablaba en serio.

- Si… bueno, pero ¿qué puede ser? -indagó Franco, con el anhelo de una respuesta con rumor a trascendencia. El mozo nos destapó una nueva cerveza y se retiró.

- Miren para allá -invitó el Negro, señalando la ventana del café.

Nuestras cabezas y cuerpos (en ese orden) giraron en la dirección que la mano indicaba, buscando el habitual encuentro con el contorno de alguna mujer de esas que solían pasar por la vereda de Irigoyen.

- ¿Cuál? – pregunté, porque no me decidía entre la pelirroja con tacos (una piromaniaca) y la morocha que venía de frente, a la que sólo le faltaba un cartel que invitara a cercenarla.

- Allá, en la plaza, cruzando Mitre.

- Yo no veo nada más que gente y un carro pochoclero– dijo Franco y se acomodó en la silla.

Como yo tampoco veía (salvo esas mujeres) otra cosa que valiera la pena la estirada de cuello, preferí ahorrarme el azufre y me senté. El Negro se quedó mirando y no movió la cabeza ni cuando se le volcó el chop de cerveza sobre mis notas y borradores.

-¿Qué hay detrás del carro de pochoclos? –preguntó en un murmullo el Negro, tal vez tratando de hacernos arribar a su idea. Creí que se refería a una historia oculta del señor del carrito, misteriosamente vestido de blanco.

-¿Lo conocés de algún lado? – arriesgué evitando una broma fácil, por si acaso se trataba de algún actor en desgracia, un ex jugador de fútbol o un escritor venido a menos que él admiraba.

- No, no. Miren bien: está el pochoclero, el cartel que prohíbe las bicicletas, atrás hay un árbol, un farol y…

- Un banco de cemento– completó de memoria Franco.

- ¿No son de madera esos banquitos? – traté de recordar, gobernado por la holgazanería que me impedía volver a levantarme para mirar.

- No importa el material. Lo que importa es que ese banco es uno de los Bancos del Tiempo; enfrente está el otro.

-Habría que pedirles un crédito – dijo Franco, en un buen arranque.

Yo me reí. El Negro seguía en lo suyo.

- Bueno, entre esos dos bancos está el almanaque municipal, justo frente a la puerta principal de la Catedral.

- ¿Almanaque municipal? –pregunté desorientado.

- No parecés marplatense. – afirmó el Negro, y siguió – Fijate que en la plaza, entre los dos bancos hay una loma grande rodeada de flores. Los empleados municipales escriben ahí diariamente la fecha, con mes y año, usando unos moldes de hierro que rellenan con piedras de color. Con la Flaca nos sacábamos una foto ahí cada vez que cumplíamos un nuevo mes de noviazgo, todos los días seis… todavía tengo las fotos guardadas…

Creímos que el Negro seguiría hablando, pero el recuerdo de su ex novia, (ese final extraño) lo dejó silente.

- Si vos querés – habló Franco, entendiendo que el Negro quería hacer algo con ese impune calendario a la intemperie-, agarramos un par de palas y tapamos el almanaque con tierra, o, mejor, podemos tirarle arriba el Citröen que tengo en el fondo de la casa de mi vieja, que ya lo tuve dos meses en la vereda y nadie se lo quiso llevar. Se lo plantamos ahí…

- No creo que eso justifique nuestras horas
– interrumpí- pero no estaría mal.

Por fin el Negro sonrió, asintiendo.

Una nueva cerveza nos acompañó mientras planeamos los pasos a seguir. El Negro sabía, por su prima que trabajaba en la municipalidad, que una cuadrilla de empleados cambiaba la fecha del almanaque a la medianoche, todos los días. Él proponía que hiciéramos el trabajo a eso de las tres de la mañana. A mi me parecía mejor hacerlo ya cerca de la mañana, para tener un poco más de público. A Franco le gustó mi propuesta, y la enriqueció diciendo que a esa hora nos podría ver el hasta el Obispo.

- Amén – dijimos a coro.

Pedimos una pizza cuando ya estaba todo organizado. Lo haríamos el viernes 20 de agosto, a las cinco de la mañana (faltaba una semana). La noche anterior Franco iba a traer al centro el Citröen a tiro con su Falcon y buscaría un lugar cercano para dejarlo estacionado hasta el día siguiente. Se nos ocurrió que no estaba de más coronar el acto prendiendo fuego la goma espuma de los asientos del cacharro.

El Negro comió una porción, escupió el carozo de una aceituna en el cenicero y se fue.

- Yo también me voy – me dijo Franco mirando su reloj- ahora a las doce repiten el partido del Barcelona.

- Esperame que termino la pizza; necesito que me acompañes – dije súbitamente.

- ¿A dónde?

- Vos aguantame un toque - le pedí, mientas el mozo traía la cuenta.

Caminamos en silencio por San Martín hacia la catedral. Estaba helando. Nos sentamos en uno de los bancos del tiempo (en el otro dormía un linyera, tapado con un cartón, y al lado un perro junto a una caja de vino volcada).

- ¿Y, qué querés?

- Ahí están –señalé a un grupo de hombres, todos vestidos con ropa de grafa, que venían caminando; uno traía una carretilla llena de cosas que de lejos no alcancé a distinguir. Los miramos mientras cambiaban la fecha. En la carretilla, que ahora estaba delante mío, había (además de un equipo completo de mate, que fue lo primero que desenfundaron) moldes de hierro, que dibujaban las distintas letras y números. Reemplazaron los moldes del viernes con los del sábado (pero sin acento), y luego cambiaron el número tres por el cuatro, decretando el comienzo de un inapelable 14 de agosto. En menos de cinco minutos se retiraron hacia la diagonal Pueyrredón, en donde siguieron tomando mate, ya apostados en un cantero.

- Che, no lo noté bien al Negro… - dijo Franco, preocupado- ¿me trajiste acá por eso?.

El linyera se incorporó de pronto, miró las pequeñas estatuas que custodian el almanaque (dos desarraigados leones), insultó entre dientes a la fauna, al gobierno, y se volvió a acostar, en un acto de protesta más breve que efectivo. Retomé la conversación.

- Si, es por eso. Se me ocurrió hacer un pequeño cambio de plan y necesito contar con vos.
Mi amigo me miraba mientras se frotaba las manos tratando de calentarlas. Escuchó con atención mi idea. No sólo le gustó, sino que inmediatamente me recordó que su tío tenía aún la herrería en la calle Necochea, lo que favorecía tanto a la parte metalúrgica como a la de la indumentaria. Antes de despedirnos coincidimos en que el Citröen debería estar estacionado sobre la calle Mitre, bien cerca de Luro, y en que yo me encargaría de hacer los llamados telefónicos.

Mientras me alejaba, escuché a Franco que me gritaba: “si ésta nos sale, escribila”.

La semana se arrastró demasiado lenta sobre las horas de los días.

Pasé por la herrería el lunes, y llamé por teléfono la noche del martes. Volví a llamar el miércoles para confirmar. También hablé con el Negro y le conté una parte de las novedades. Recién ahí me comuniqué con Franco para ultimar nuestros detalles; él pasaría por lo de su tío a cargar en el auto lo que faltaba. Sólo nos quedó reptar hasta el viernes.

El dolor de estómago -termómetro inequívoco de mi sistema nervioso- se me pasó cuando, al bajar del colectivo (viaje interminable, asiento de plástico) vi que el Citröen estaba estacionado en donde habíamos acordado. Me acerqué un poco al auto y sonreí al notar que tenía una tarjeta del estacionamiento medido pegada al parabrisas. “Está en todos los detalles” pensé, dirigiéndome hacia el Falcon, que estaba ocupando el lugar del carro pochoclero (hasta la tarde no se venden pochoclos en Mar del Plata -no es una crítica, sino una vana observación), delante de la parada de taxis.

Franco se burló al verme vestido con ropa de grafa. Le comenté mi preocupación directamente proporcional a la gran cantidad de gente en la zona. Él miró su reloj y el de la catedral. Faltaban diez minutos para el mediodía del viernes 20 de agosto.

- Lo hacemos ahora o nunca – dijo, citando el trillado mantra que nos acompañó en toda nuestra adolescencia.

- Pato o gallareta – repuse, dando la señal de comienzo (y empeorando la originalidad).
Tal vez para no ayunar de extravagancias, Franco encendió un habano, me guiñó un ojo y se fue caminando hacia el Citröen.

Del Falcon saqué una pala chica de metal y el molde del número.

Nervioso, sin mirar alrededor fui hasta el almanaque y empecé. El trabajo no resultó tan fácil como lo había visto hacer por la cuadrilla municipal (¿me faltaría el mate?). Los números pesaban mucho. Una señora quiso hablarme cuando yo estaba luchando con el dos, pero unos gritos la interrumpieron.

- ¡Fuego! ¡fuego…! – gritó también la mujer.

El humo llegó hasta mí. El número dos por fin se desplazó hacia arriba. Lo saqué. La gente trataba de acercarse al auto que ardía, lo que me permitió correr con menos nervios el cero hacia la izquierda. El sonido lejano de una sirena se mezcló con el ruido general (y con el humo). Calcé nuestro dígito metálico sin problemas, aunque noté que era un poco más chico que el otro. Fui rellenando los alrededores con las piedritas originales. La sirena se hacía cada vez más cercana.

Mientras cargaba el dos en el Falcon vi pasar, en contramano por Mitre, un auto de la policía. Cerré el baúl del coche y troté disimulando hasta la catedral, en donde me esperaba Franco.
Nos asomamos apenas desde adentro del templo. El Negro estaba ahí parado, mirando hacia todos lados, frente al almanaque, sin entender lo que sucedía pero cumpliendo lo que yo le pedí por teléfono.

Por el lado de la fuente vimos venir caminado (con la puntualidad de la muerte) a la Flaca, que llegó hasta el Negro.

Mientras las campanas de la catedral anunciaban la mitad del día, mi amigo me pedía que le cuente qué le había dicho a la Flaca cuando la llamé. Pero yo no quería hablar. Los veía ahí, quietos, mirándose las caras, con el almanaque de fondo avisando que era el viernes seis de agosto…

- Están para la foto – dijo Franco con la voz a la mitad. Y del bolsillo sacó una cámara.


jueves

LLUEVE Y NO ESTAMOS (poesía por defecto) - ALEJO SALEM

“Llueve a hachazos, como en El bar Unión
pero yo no estoy solo ni acompañado
y vos no estás alegre ni triste.
Llueve y no estamos.”

Parado en el hall de entrada, vestido con jeans y remera de Los Simpsons, Alejo Salem miraba (lo cito) “con calma bovina” a través del vidrio a los muchachos que trabajaban afuera, esperando que se abra la Sala A como si lo que estaba por venir, como si lo que sucedería una hora después no tuviera que ver con él.
Conozco a Salem hace 17 años y juro que jamás sospeché encontrarlo ese día con tanta tranquilidad. Claro, olvidé que Alejo Salem, quien desde la contratapa de su libro se define como “Cultor de una efímera vocación de servicio, acreedor de pordioseros y escritor de puertas de baños, oculta con dificultad su pasado de niño bien. Más propenso a la vagancia vana que el ocio creativo…” es impredecible.

“algunas calmas
prometen más temores
que las tormentas”
Haiku V

Un rato antes, cuando llegué, recibí un “No se puede pasar, esto está cerrado” de parte de un tipo que portaba un soplete en una mano y un cigarrillo en la otra. Lindo encendedor, pensé, parado en la vereda de la Biblioteca Pública Municipal, el sábado siete de mayo a las cinco de la tarde.

Mi memoria suele estar habitada por pantanos de nombres y fechas y por baches sin fondo de tiempo, pero estaba seguro que esta vez no me equivocaba. Y si bien es cierto que en mi vida el siete de mayo permanecía vacante de recuerdos, no es menos cierto que desde algunos días atrás ya tenía asignada al menos dos hechos importantes; esto es: al séptimo día del quinto mes correspondía el nacimiento del papá de mi Amigo, Cronista y Maestro Juan Pablo Neyret (el mismo que me informó -en su innata condición de docente- que su padre compartía fecha de origen con Evita); y el segundo hecho importante (no se trata de jerarquizarlos; cada uno es significativo por si mismo) era - desde ahí y para siempre- la presentación del primer libro de mi amigo y colega Alejo Salem “LLUEVE Y NO ESTAMOS (poesía por defecto)”.

Mientras los tipos seguían poniendo membrana al piso de la entrada del Centro Cultural Juan Martín de Pueyrredón, cosa que dicha así suena rara, tan rara como que los empleados municipales trabajen un sábado a la tarde (luego comprobé mediante algunas preguntas de rigor que no eran empleados municipales sino contratados, lo que me devolvió la fe en la vida y la tranquilidad de saber que todo estaba en su lugar) encontré un cartel escrito con lapicera que decía: “Entrada por la rampa. Disculpe las molestias” junto a una flecha que señalaba hacia la avenida Independencia. Ahí fui, intuyendo que encontraría a Salem con un mal humor de colección. Y, como dije, me equivoqué.

“¿Dónde está la poesía ahora
que no sé qué hacer
con todo este amor de puta,
ahora que sos la perra en celo
que se adueña de la noche?”

-¿Vino alguien? -quiso saber Salem, unos minutos antes de que empezara Su Evento.
- Si. Vino tu tía pero ya se fue -respondí.
- ¿Estás nervioso? – algo le tenía que preguntar.
- Yo siento que cumplí conmigo. Ya no depende de mí -dijo.

Y vaya si cumplió. Meses atrás, mientras me contaba como “el libro se iba armando solo” y sumergía una medialuna en el café con leche hasta ahogarla, me soltó a quemarropas: “voy a editar el libro sin editorial; quiero hacer algo completamente independiente”. Demoré media hora en tomar mi café porque no pude mover mi cara durante el tiempo en el que él enumeraba sus razones con la calma de quien confía en sus certezas, con una certidumbre hija de la confianza en sus propias ideas.

Vaya si cumplió, murmuré, caminando por Sala, que estaba casi llena pese a que los arreglos en el exterior del edificio dificultaban notoriamente el ingreso del público. Abelardo Castillo cita a Heine cuando dice que “…las grandes catedrales fueron hechas porque los hombres que las construyeron no tenían opiniones, sino convicciones”. Recordé eso cuando Alejo Salem subió al escenario -el autor del libro que yo tenía en mi mano, el autor de sus propias catedrales- y los aplausos salían de todas partes.

Verte es el hartazgo del mejor de mis vicios
y cavarle una tumba al peor de mis días.
Es llenar mis pulmones con jirafas que corren
agregar mi cabeza a tu lista de precios,
y notar que hace horas
siguen siendo las tres.

El encargado de presentar Llueve y no estamos (poesía por defecto) fue también quien escribió el prólogo: el recordado Julio Alfonso (escritor, autor teatral, guionista radial, redactor publicitario, músico, director de talleres literarios y de cursos de guionistas y creador de revistas y periódicos barriales).

Como público, aseguro haber asistido a una charla de amigos, a una atrapante conversación íntima con mate y todo, en donde Salem contó con sencillez su manera de llegar la poesía, valiéndose –por ejemplo- no de un dolor cercano (mecanismo harto común entre poetas de supermercado, esto lo digo yo) sino del recuerdo de un dolor, de una pérdida y/o de una ausencia, marcando esa distancia como premisa necesaria en su proceso de escritura.
“…de todos los aspirantes a escritores que asistieron a mis talleres –habla Julio Alfonso-, Alejo es el que más sabe de sí, como, por ejemplo, que nació para ejercer la escritura. Todo aquello que hace cuando no escribe, son pausas para sobrevivir durante la espera, bostezos dignos.”



Salem cuenta acerca de su búsqueda incansable de la palabra justa, esa que corone el verso, que redondee la oración o que, si es el caso, la detone. Y Julio Alfonso al prologarlo dice: “La palabra empleada por Alejo, se transforma, late, sangra, pero sin esperanza de cicatrizar, cosa que no le importa mucho, porque él no desconoce que debajo de una cicatriz, hay archivos arcanos que nadie se atreve a destapar y alguien debe hacerlo.”

“Despertarás remota un día de estos
con el futuro tomado de los pelos
y la ilusión de hacer otro camino.
Ya no podré tenerte con promesas
Ni esperaré despierto que regreses
Ni volverás corriendo a despertarme.”

Con Alejo Salem editamos (?) el sitio web del Concepto DFyD. Nuestra existencia en Internet nos permitió conocer a un talentoso artista marplatense: Fabio Morasso, escritor –autor de cinco libros- publicista, artista plástico, conductor radial, creador de distintos espacios literarios. Fabio, mezcla de José Sacristán y Hugo Varela, favorecido con el don de la oratoria, nos dijo una vez que “la buena poesía es aquella que puede ser leída en voz alta sin sentir vergüenza, la que se puede decir".



Morasso fue a la Biblioteca a confirmar sus dichos cuando, con una voz que no pide permiso para impresionar, y acompañado por Andrés Weiske en guitarra –músico del grupo “Gringos”-, recitó dos poesías de Alejo, generando un clima excepcional.

A la atmósfera de calidez se le agregó la brillante participación de Esteban Cuello (otro músico y poeta) acompañado por Leonardo y Mauricio que interpretaron tres canciones hechas con poemas de Salem.

Y finalmente, fue el público el que habló con el autor. Cuando a Salem le preguntaron por la poesía que él leía, respondió que a veces no dependía de la poesía, sino del tiempo en el que uno la lee, y contó que leyó un libro de Jorge Dorio (La mujer pez) una vez sin hallar ningún efecto en esa lectura y que volvió a toparse con el libro diez años después, encontrándole, ahí si, matices diferentes, “sintiendo” esa poesía.
Otro de los concurrentes quiso saber algo más sobre el libro en su contenido y Salem contó que fue escribiendo sin orden pre-establecido hasta conformar el libro que, mirado en su totalidad, cuenta también una historia. La última pregunta estaba dirigida a conocer qué esperaba Alejo de su propio libro. El autor dijo que su trabajo había sido hecho con gusto y con esmero y que –como me dijo a mí antes de empezar la presentación- ahora lo que sucediera no dependía de él.

“Oído atento
mi corazón retumba
con tu regreso.”
Haiku III

Por supuesto, a la salida de la presentación Alejo firmó y dedicó los ejemplares de su libro. Y esa es la última imagen que me quedó del siete de mayo. Imagen que se suma también a las que él propone.
Si no lo mencioné antes es hora de decirlo: Llueve y no estamos… es el resultado acabado del trabajo de un autor que no se conforma con lo que se le ocurre, de un autor que va a buscar las palabras hasta donde haga falta ir, que las trabaja hasta que las hace decir y mostrar. Alejo Salem es poesía e imagen; es, aunque no lo sepa (sé que no lo sabe – y certifico su inocencia -) culpable de generar esas imágenes que uno se lleva consigo una vez cerrado el libro.
Imágenes capaces de ocupar cualquier vacante en el recuerdo.

“Yo, mi acusado,
me condeno a dormir,
a reparar los daños en un sueño
o a dañarme, soñando sin reparos
que corro
y que me alcanzan mis miserias.”
Martín Aon
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Crónica publicada en mayo de 2005
en el semanario
NOTICIAS & PROTAGONISTAS
de la ciudad de Mar del Plata.

domingo

LA SOLEDAD - Última parte


LA SOLEDAD

ÚLTIMA PARTE

-La soledad es curable- dijo, y todos se callaron al mismo tiempo. Rápidamente le pasaron el micrófono.

-La soledad es curable... y yo trabajo para eso.

-Debe ser psicóloga- dijo Gustavo Lapolla en voz baja.

-O monja- Sugirió Salem.

-Para mi que es una prostituta - arriesgó Capazzo- y le voy a dar su ración.

-Aflojen, muchachos- intervino Aon-, es sólo una resentida encubierta-. La mujer siguió hablando:

-Yo soy la presidente del círculo de "Solos y Solas". Trabajamos ahí, para hacer desaparecer la soledad. Organizamos salidas, reuniones, y hasta tenemos un boliche bailable.

-Se, se, yo lo conozco, se llama" Mal acompañado". Queda frente a la catedral- aseguró Carmelo Capazzo, con cara de detective sin caso.

-No idiota, eso es un cabaret- lo corrigió Salem.

-Siga por favor- la convidó Lapolla- no le haga caso a estos tarados.

La dama concluyó diciendo:

-...cada unión, cada acierto es un paso más hacia el final de nuestra actividad. Esa es nuestra paradoja.

De pronto, el respetuoso silencio que reinaba en la sala se vio profanado.

-Ustedes roban con la desgracia del otro- gritó uno desde el fondo- Yo conocí a una mina ahí, y a los días me dejó. Son una farsa. La estúpida dijo que no le gustaba mi olor a pata, ni mis ruidos, ni que yo dejara la dentadura en un vaso para que no se me empaste cuando como el puré. Ustedes son unos cínicos.

-Bueno, bueno, calmémonos todos- pedía Aon, viendo que empezaban todos a gritar al mismo tiempo.

-¿Y cuándo viene la Sole?- preguntó el de barba, con una caja de vino en la mano.

Pasó un largo rato hasta que todos se calmaron. Finalmente, alguien habló:

-¿Puedo decir algo?- preguntó un flaco alto de lentes grandes. Como el muchacho parecía nervioso, Martín Aon pidió silencio, y le dijo que hablara tranquilo, que todos lo escuchaban.

-Bueno, gracias. Ehh, yo pienso que la soledad es algo más grande y más complejo que un grupo de gente contando sus penas. Yo no creo, con todo respeto, que se cure bailando ni hablando con personas desconocidas pero unidas por el nombre de la entidad que los congrega. La soledad, me parece, es algo mucho más profundo, más serio; es algo muy real.

-Como el envido- soltó Salem.

-Buenísimo- lo felicitó Capazzo, y chocó su mano contra la de él. Nadie se rió. El flaco alto se dio vuelta y se fue hacia el fondo.

El clima estaba muy tenso. Muy tenso. El Licenciado Gustavo Lapolla informó que había llegado la última parte de la charla, y que el público podía preguntar lo que quisiera. Salem fue el primero:

-¡Después de acá, a donde vamos?

-A "Mal Acompañado"- propuso Capazzo.

Lapolla los fusiló con la mirada, es decir, con su media mirada, y le hizo señas disimuladas a Martín Aon, avisándole que se le había bajado el cierre de su pantalón. Aon asintió con la cabeza, le guiñó un ojo...y lo dejó como estaba. Alejo Salem, que se quería ir, tosió, escupió y luego se dirigió a la concurrencia:

-Bueno...a ver...¿qué quieren?

Las preguntas llovieron todas juntas: ¿La soledad se cura o no? ¿Hay que suicidarse? ¿Se puede manipular ese estado? ¿Es un sentimiento? ¿Se puede sacar provecho para la creación artística? ¿che, quién se cagó? ¿Es o no es bueno que el hombre está solo? ¿Existe la no-soledad? ¿Es un estado? ¿Una actitud? ¿Un concepto? ¿Y Dios, qué onda? ¿Soledad es sinónimo de tristeza? ¿Adónde hay un quiosco?

La morocha de la primera fila fue la que formuló la pregunta que acabaría con la reunión: ¿Ustedes cuatro, son casados?

Tumulto arriba y abajo del escenario.

No vale la pena narrar los pormenores del final de la charla debate, que, para muchos, fue una pérdida de tiempo. Pero que para los cuatro oradores no lo fue, aunque por diversos motivos.

Carmelo Capazzo dijo que la charla fue ideal para capturar a la morocha que le gustaba a Aon, y así vengar un antiguo pleito de polleras.

Alejo Salem se manifestó satisfecho con los resultados, mientras que explicaba, sin ahorrar señas, su encuentro con la rubia tetona.

El licenciado Gustavo Lapolla expresó que, en realidad, los resultados dependían de la mirada con que se los enfoque, mientras seguía poniéndose hielo en un ojo y pasándose un anillo de oro frotado por el otro, para curar un orzuelo que venía asomando.

Para Martín Aon, el balance fue positivo: aprovechó para llenar la solicitud e ingresar al círculo de Solos Y Solas, lugar del que -según afirman- no egresará jamás.

No obstante las diferencias, todos coincidieron en citar la frase que alguna vez acuñara la Licenciada Barquín, intentando rechazar con elegancia a un candidato demasiado insistente: "...Para nosotros, la soledad, es el perfume de nuestra esencia..."



viernes

LA SOLEDAD - Segunda parte

LA SOLEDAD

SEGUNDA PARTE

...Los espectadores no sabían si era en serio o no lo que estaban viendo, hasta que Lapolla -elocuente- luego de escupir a un costado, arrancó:

-El miedo a la soledad nos lleva, a veces, a cometer atrocidades. Conozco gente que se ha casado más por temor a quedarse solo, que por amor...

Ahora, por fin, todos estaban en silencio. Lapolla siguió:

-...un buen día de sus opacas vidas, descubren que se sienten mal, tristes, angustiados, incomprendidos -dijo, y mirando fijo a la pelirroja de remera ajustada de la segunda fila, preguntó:

-...¿y saben qué descubren?

-Ayyy-
gritó Salem, que se estaba sacando la cera de la oreja con la llave de su auto. Se ve que le dolió.

-Perdón, perdón. Sigan nomás- e hizo un gesto con la mano, como un referí.

-¿Y que descubren?- repreguntó Gustavo Lapolla, de manera retórica, para seguir diciendo:- se dan cuenta que se sienten solos, miserablemente solos, pese a estar acompañados, y hasta casados en algunos casos.

Martín Aon, sabía que era su turno para hablar; del bolsillo interior de su saco negro, sacó una petaca plateada, y tras darse valor con tres tragos cortos, empezó su parlamento:

-Lo peor que puede ocurrirnos no es que nos quedemos solos. La peor noticia de todas es que no aguantemos estar con nosotros mismos.

Notó que las mujeres asentían con sus cabezas. Eso lo alentó a seguir más allá aun:

-El punto que cada uno debería analizar con detenimiento, es ese: saber que es lo que tanto nos molesta de nuestras propias personas.- mientras decía esto, miraba fijo a una morocha obsecuente de labios gruesos, que desde la primera fila le guiñaba un ojo.

-Tendríamos que intentar- quiso seguir, pero un eructo memorable tronó en el salón de actos.

-Perdón- dijo Salem, levantando una mano- es que comí morrón y lo repito.

-Me toca a mí-exclamó de pronto Carmelo Capazzo, que se estaba quedando dormido. Con su meñique derecho se quitó una lagaña en forma de arroz, y arremetió con todo:

-Si lo pensamos bien, notaremos que muchas actividades se realizan en soledad, y no necesitan de nadie más para concretarlas felizmente.

A la mitad de un sonoro bostezo, Gustavo Lapolla se creyó en el caso de intervenir, mientras que con una mano sostenía contra su ojo una improvisada bolsa de hielo que le acercó el portero a cambio de una propina.

-Para pensar, leer, soñar, rezar, no nos hace falta más que nosotros mismos.

-Para dormir, crear- agregó Capazzo, sumándose.

-¿Procrear?- preguntó Salem, que no escuchó bien, mitad porque seguía con la llave en la oreja, mitad porque se había bajado del escenario para pedirle el número de teléfono a una rubia de minifaldas y botas largas, que lo tenía como en celo.

-¡Crear!- enfatizó Capazzo.

Aon aprovechó que Salem estaba entre el público, y le tiró el micrófono inalámbrico.

-Tomá Alejo- y lo soltó. Salem intentó lucirse con una atajada de antología, pero le falló el cálculo y el micrófono se estrelló contra el escote de la rubia, al igual que las manos del arquero. Por cierto, ella no protestó.

Sin poder ocultar la risa, Martín Aon dijo:

-Sería bueno que todos digamos alguna actividad que podemos realizar solos. Puede empezar la señorita si lo desea.

-¿Cuál, la tetona?-
preguntó Salem desconcertado.

-¡Dale, Alejo!- lo apuró Lapolla.

-Afeitarse- dijo al fin el de barba rala, con un cigarrillo en la boca.

-Muy bien, muy bien- alentó Capazzo.

-Depilarse- dijo la morocha de la primera fila, logrando la ovación.

-Si Mamita- volvió a hablar Capazzo.

-Rascarse- sugirió otro.

-Maquillarse- aportó la pelirroja a la que Gustavo Lapolla le clavaba su cíclope mirada.

-Morirse- dijo el portero, queriendo decir "muéranse".

-Masturbarse- comentó convencido el gordo que apoyaba el codo en la cabeza del busto de Mariano Moreno.

-Bueno, no siempre- afirmó Alejo Salem, sabiendo de lo que hablaba.

-En mi caso si- dijo Capazzo, orgulloso.

Como Martín Aon permanecía silente, y concentrado, con medio dedo índice escondido en su fosa nasal derecha, escarbando, Gustavo Lapolla fue quien moderó:

-Paren un poco, che.

En ese momento, una voz de mujer llegó desde el costado de escenario, al lado de Sarmiento.

-La soledad es curable- dijo, y todos se callaron al mismo tiempo. Rápidamente le pasaron el micrófono.

Continúa...