lunes

LA SOLEDAD - Primera parte

LA SOLEDAD

PRIMERA PARTE

La angustia ante la soledad es -tal vez- uno de los mayores denominadores comunes. Por más que nos esmeremos en disimularlo, el temor a quedarnos solos es un fantasma que flota cerca nuestro.

Interpretando estas sencillas ideas, el equipo del CONCEPTO DFyD realizó una seria investigación, que alcanzó su pico más elevado con una charla debate, llevada a cabo en el salón de actos de una escuela para adultos de la ciudad de Mar del Plata.

Allí, los señores Gustavo Lapolla, Alejo Salem, Carmelo Capazzo y Martín Aon se presentaron por primera vez públicamente juntos (cabe aclarar, que faltó el Sr. Ezequiel Guernica, quien se excusó diciendo que quería estar solo).

La actividad contó -ante al asombro de los incrédulos- Con una gran concurrencia. Días más tarde, el portero del colegio admitiría haber sido sobornado por Alejo Salem para cerrar con candado todas las salidas para evitar la fuga del alumnado mientras durara el evento. He aquí un pequeño resumen de lo ocurrido.

Los obligados espectadores no tardaron en vomitar hostilidad; es que para convencerlos, los profesores les habían prometido que verían un muy buen espectáculo. Dejaron de gritar e insultar recién cuando las luces se apagaron por completo; ahí comenzaron los aplausos. Se encendieron los reflectores que apuntaban a las pesadas cortinas color bordó. éstas se separaron, dejando a la vista un gran cartel que decía: "La Soledad".

Un petizo de barba rala, se paró sobre la butaca y comenzó a revolear la campera, que hacía las veces de poncho. Al grito de: "Vamo carajo", todos lo imitaron.

La desilusión llegó en el momento en que los cuatro oradores de la noche entraron por el costado izquierdo del escenario y se ubicaron cada uno en una alta banqueta de caña, puesta para la ocasión, junto a su correspondiente micrófono.

El primero en hablar fue también el primero en callar.

-Buenas noches. Mi nombre es Martín Aon- comenzó a decir, pero una voz firme, contundente y decidida lo interrumpió.

-Tomatelá ladrón. Queremo ver a la Sole, queremo'!!!

Gustavo Lapolla -hombre de poca paciencia y gran contextura física- intentó identificar al insurrecto, pero un certero proyectil (media manzana oxidada) le dio de lleno en un ojo.

Carmelo Capazzo escupió una carcajada, mientras que Lapolla insultaba a los alumnos, los profesores y a los próceres, que tenían sus bustos (un poco deteriorados) en el sector derecho del salón de actos. Lo mismo ocurría con las profesoras.

Por fin, desde los altoparlantes, la directora del establecimiento amenazó con no dejarlos fumar más en clase. Se calmaron.

Las primeras filas de butacas estaban ocupadas en su totalidad por mujeres, detalle que no se les pasó por alto a ninguno de los cuatro que, al instante, se prepararon para lo que vendría: Gustavo Lapolla, con un ojo entrecerrado, se acomodó la corbata; Carmelo Capazzo se peinó las cejas, luego de mojarse los dedos con dos escupidas envidiables; Martín Aon encendió un habano, para darse aires de importancia; y Alejo Salem -sin dudas, el galán del grupo- dirigió la vista a los primeros asientos y se largó a recitar:

-No soy el mismo desde que te fuiste. Soy alérgico a que no estés conmigo. Tu adiós me sacó ronchas. Tu vacío me ocupa por completo. Tu ausencia es urticante, me hace sarpullidos...
-¡Que capo!
- festejó Carmelo Capazzo, que estaba viendo como las señoritas se mordían el labio inferior, mientras Salem seguía recitando:

-...no me dan las manos para rascarme. Tengo herpes, escaras...volvé amor, que ya tengo sarna.
-Gracias Alejo, ya estuvo bien-
dijo Martín Aon, interrumpiéndole su poema dermatológico a la soledad.

-Pero si todavía no terminó- protestó Salem- Bueno, si querés canto mi tema "Como loco malo"- propuso.

-No, no, dejá. Me toca a mí- intervino Lapolla, que a esta altura guiñaba el ojo de manera semipermanente.

-Si, mejor dale vos, Gustavo- dijo Carmelo Capazzo, y sacó un escarbadientes del bolsillo de su camisa azul.

Los espectadores no sabían si era en serio o no lo que estaban viendo, hasta que Lapolla -elocuente- luego de escupir a un costado, arrancó:

Continúa...

viernes

FARO DE VOZ



Ahora que el silencio aparente lo rodea, libra una muda batalla contra la invasión del sopor. Afuera llueve; adentro no, pero en la habitación hay un charco amargo, debajo de él, que ya ha recorrido su cuerpo, desbarrancándose.

La luz ingresa por la ventana, cuyas cortinas han encontrado hace tiempo reposo en el piso. La visión es tan difusa como la decisión a tomar, como la línea de llegada (o de partida), o como el recuerdo del beso impersonal que recibió horas antes.

No hay explicaciones posibles. No hay excusas. La culpa compartida es una idiotez inventada por los libros, o por los cobardes que jamás se atrevieron a admitir que la imbecilidad es divisible solamente por uno.

Está solo y sabe que ha llegado la hora de optar. Con las manos mojadas intenta en vano tapar sus oídos. Lo que repentinamente interrumpe el silencio no proviene desde afuera de su humanidad.

Andate refutando esa quietud que te describe;
demostrando que no hay pereza que aluda a tu destino;
que tu fortuna es estática pero no está cerca;
que contra tu voluntad móvil no hay raíz que se empecine...


La confirmación de que su elección es en sí un acto denodado, necesita llegar de la mano de una acción similar inmediata.

Fluctúa.

El camino a seguir es incierto, pero la obligación es apremiante, y no menos cierta. Piensa que no le hará falta ni brújula ni equipaje; alcanza con un poco de fe en la sombra de una actitud, o con la suela de una duda convertida en certeza a los golpes.

Lejos de ese momento quedaron sus planes iniciales, orientados a sus sueños. Lejos, quién sabe cómo, tal vez vuelva a soñar.

Recuerda las burlas reiteradas que recibió en cada oportunidad en la que falló. El triunfo –le decían, mofándose- es para los que lo merecen. Pero él sabía que se podría ganar incluso de formas insospechadas, y que no estaría derrotado por completo sino hasta que muriera (aunque también se muere, a veces, de formas insospechadas).

La tormenta se hace cada vez más intensa; la urgencia y esos dictámenes, también.

Andate siguiendo el borroneado mapa sin cruz;
buscando ficticios tesoros insepultos;
hallando cofres vacíos en la superficie de tu propio desdén.
Andate si acreditan tus logros sólo a la demora del fracaso.

Admite que hace tiempo que no logra enderezar su suerte, aunque cree (o creía) que tampoco es para tanto. Si bien se está acalambrando de andar mal, confía en lo efímero de ese estado, y se niega a aceptar –como le han dicho- que su vida es una perpetua ruina. Sin embargo, su vanidad no le permite evitar un pensamiento: ¡cuánto van a lamentarse cuando él ya no esté!.

Desde chico se convenció que su ausencia sería la desdicha de todos los que conocía. Siempre creyó (aunque nunca lo dijo abiertamente) ser el centro de atención. Y en verdad que por momentos lo fue, aunque no en todos los casos por motivos agradables.

Supone que pensar eso, ahora, responde a que su sistema de defensa está aplicando una estrategia para recuperar un poco de su amor propio, indignamente expropiado. A ese método de resguardo también atribuye las órdenes que empiezan a sonar en su cabeza, para darle un cartel de imprescindible.

Andate, así suspiran aliviados los maridos;
sollozan en secretos las esposas;
maldicen en silencio las amantes;
se aburren y fabulan los porteros...


Un relámpago saca una instantánea que le demora el latido correspondiente a ese momento. Una picazón fría le eriza la espalda cuando el rayo por fin se incrusta en alguna iglesia o edificio de la zona. Sonríe levemente al pensar que quizás el destino ahora quiso tomarle una fotografía a él, a su marioneta (la sonrisa es porque siempre afirmó que lo único que el destino se proponía era matarlo, y que lo manejaría hasta lograrlo).

En el aire flota una densa nube que emana un aroma que le recuerda su infancia, cuando se cortaba la luz por algún cortocircuito, dejando durante varios días ese atípico perfume eléctrico.

Las palabras, de pronto, lo arrancan del pasado y lo traen en el tiempo; arremeten sucediéndose dentro de él, ingobernables y sonoras, nítidas.

Andate a decapitar títeres, sabiendo:
que el retorno será una gran parodia;
que el destino es un invento;
que su inventor no volvió...


Ahora, afuera llueve en hebras austeras, que se pegan contra el sucio vidrio de la ventana. Enciende el último cigarrillo que queda en el atado. Paladea el humo y sus momentos finales en esa habitación; camina por ella. Cavila por Ella.

Una idea irrumpe desde su lado más salvaje, pero la descarta. Prefiere, en ese orden de pensamientos bárbaros, culminar su estadía con una fogata de recuerdos en la cama, y que el viento termine el trabajo con el resto de la casa, de las casas vecinas, con el mundo entero.

Como siempre, su parte aplomada prevalece por sobre cualquier reflejo primitivo, y decide que el mejor mensaje de dignidad es también una retirada sin reproches ni fuegos artificiales.

Mira por la ventana, tratando de adivinar su norte. Algunas lágrimas quieren ir a encontrarse con las gotas que se arrastran del otro lado del vidrio. Tiene miedo, pero con un ademán desempaña su costado impertérrito, cuando luego de dudar vuelve a escuchar el eco que repite:

Andate y no te detengas a confirmar tu sombra,
ni te demores alineando tus velas hacia las ráfagas
(hace mucho que la tierra no es plana,
y después de algunas curvas la vida te pisará los talones).


En un modesto alarde final, deja sobre la mesa el encendedor que recibió como regalo en su cumpleaños pasado, y las llaves.

No deja, sin embargo, nota de despedida, ni masculla insultos de ninguna índole; ni siquiera siente deseos de reciprocidad. Saber perder, al fin y al cabo, es una dolorosa manera de anotarse un punto (tal vez el del honor) en el vapuleado tanteador de su dignidad.

Se coloca el impermeable para encarar la suave lluvia que ahora cae tamizada. Empieza a oír un leve murmullo. Es la hora.

Unas pocas lágrimas intentan emigrar antes que él. Las deja salir libremente, sabiendo que además de orgullosas, son impacientes.

Durante unos segundos se queda en el umbral, pensando en que el camino será indefinidamente extenso y desconocido. Un viaje en el que sólo cuenta consigo. Una peregrinación sin vuelta con pasteles. Un recorrido sin dispensas para el recuerdo ni la melancolía.

Cierra su campera hasta arriba, guarda las manos en los bolsillos y se larga a caminar, mientras escucha, una y otra vez, ese faro de voz que desde su interior le reza...

Andate, que yo te prometo que
la tierra jurada será la que estés pisando
cuando decidas darle fin al éxodo
al que te condenaste porque ella te dejó.


domingo

BORRA DE CAFÉ

(profunda justicia)


Supo que estaba ahí, empujado por su constante actitud clandestina, aventurera y estúpida; la misma que lo llevó a extraviarse en ese suburbio de baches volcánicos, de canteros convertidos en trincheras, de veredas bombardeadas de olvido.

Desistió, como siempre, de la prudencia. Perdió la noción del tiempo unos segundos después de haber perdido el equilibrio en el enfangado borde de un cráter. Luego:

Un pánico repentino y congelante.
La caída libre (por primera vez odió la libertad).
El vacío llenándose de él.
El impacto contra el fondo pantanoso (aunque suficientemente duro).
Y el tiempo transcurrido (indeterminado o muerto o similar).


Lucharon por salir del fondo de su ser, hasta que lentamente emergieron: al principio fue un sonido, un sabor, un aroma; después fueron recuerdos un tanto borroneados. Así despertó. Poco a poco fue recuperando el entendimiento; sintiendo como el dolor le recorría el anverso y el reverso de su organismo inmóvil y húmedo.

Un fallido y doloroso intento alcanzó para que entendiera que su cuerpo era incapaz de acatar cualquier orden de movimiento: se negaba a desobedecer su propia quietud.
Desconocía cuánto tiempo llevaba allí (con la espalda contra el barro, con las piernas juntas y rectas, y con los brazos abiertos y entumecidos), y hasta cuándo estaría.

La ovalada excavación, de cielo raso ambulante, triplicaría su altura -estimó-, si estuviera parado. En cuanto al ancho, ni se molestó en calcularlo, al notar que las paredes estaban fuera del alcance de sus extremidades.

Perdido por perdido, y por imbécil, pensó.

Impulsado por el miedo no tardó en ensayar un grito de auxilio, para mancillar el desesperante silencio, pero el dolor tirano que le comprimía el pecho apenas si dejó salir un lamento balbuceado. Previo al segundo intento, recordó que estaba en un lugar deshabitado; en las ruinas de lo que debió ser un poblado con intenciones rumbosas, antes de que la devastación ocurriera.
Su instinto por seguir sucediendo lo llevó a extremar sus esfuerzos por ponerse en pie, y alcanzar la cima de la sima, antes de quedar formando parte de la borra de café de ese gigante y helado pocillo incrustado en la tierra.

Logró despegar la nuca de la ciénaga un instante (en el que sintió más frío aun), pero volvió a dar contra el fondo; del mismo modo en que tantas cabezas se habían estrellado contra el piso, merced a su violencia y su impunidad para ejercerla. Recordar esas conductas le adelgazó la esperanza, empalideciendo su espíritu.

Ahí, a cinco o seis metros de la vida, comenzó a sentir que ésta se le escapaba inexorablemente. Languideció ante esa certeza sin edulcorante ni anestesia.

Con los bolsillos vacíos (y los intestinos llenos de miedo), inició un desolado y cavernoso llanto, un lúgubre quejido, pero en silencio; porque sabía mejor que nadie que la vileza y la ruindad se pagaban en vida y de contado.

Se temió encima. Su propio caldo para revolverse era, en este caso, el sedimento del que ya formaba parte.

Llegó, entonces, el frío sedante. Vio el anochecer de su existencia. Luego:

Las retinas opacas (vitrificadas).
Un grito seco (un epitafio).
Una frase para adentro (una plegaria). Y su cuerpo enmohecido (y en cruz) ofrendándose a la oscuridad de esa tumba acorde al tamaño de sus culpas.