miércoles

LISTAS

Empecé con pequeñas notas para recordar tareas domésticas mínimas, pegadas en la puerta de la heladera:

- Comprar alimento para las gatas.
- Mañana vence la boleta del gas.
- La ropa blanca no va con la de color.
- Poner en agua la olla con arroz pegado en el fondo a ver si despega.
- Avisarle al encargado del edificio que la manchita del cielo raso ya es una importante nube negra.

Luego se extendió a lo laboral:

- Llamar al tipo de la inmobiliaria.
- Comprar una sopapa nueva que no salpique.
- En lo posible, levantarse antes del mediodía (hay gente que vive de mañana)


Adquirí una libreta chica que dividí (dvd?) por días para ir anotando, porque noté que la cosa avanzaba a otros ámbitos:

- Cumpleaños de la tía Luisa.
- Ir al banco (no rogar porque queda mal).
- Escribir sobre la increíble adherencia del arroz a las ollas.
- Tirar el monitor por la ventana.
- Hacer que venga el encargado a casa para que vea como la nube del techo empezó a llover.

Después quise organizar un poco las notas por temas, así que me armé secciones:

- Temas para escribir (incluye ideas sueltas, frases o solamente una palabra).
- Películas a alquilar.
- Menesteres a comprar (esto se divide a la vez en los sub-temas: supermercado, herramientas, Libros).
- Programas que no me puedo perder (encabeza –subrayado- la serie Dr. House).
- Cumpleaños y aniversarios.
- Lugares para ir a comer (esta es una de las listas preferidas porque incluye desde puestos de choripanes ambulantes hasta los últimos restaurantes que abren).

Cuando visito la casa de alguien (puede ser un amigo, un familiar, un cliente) busco mirar la puerta de la heladera -marquesina publicitaria y agenda doméstica-. He notado que la mayoría recurre a la confección de listas para todo (tengo una lista de gente que hace listas). No estoy solo.

Durante un tiempo probé usar la agenda del teléfono celular, pero no fue práctica. No admite rayones ni tachaduras de lapicera o dibujitos hechos en los márgenes. Así que volví a mis compulsivas listas hechas a mano.

Es verdad que dura poco el orden de las secciones en mi libreta. Se mezclan los temas. Pero no me importa. Lo único que quiero es hacer listas. La de hoy es:
SI NO VISUALIZA LA IMAGEN PRESIONE F5 1) Hacer un agujero en el piso para que el agua de la nube le caiga al de abajo (que es amigo del encargado). 2) Alquilar por décima vez  “Los sospechosos de siempre”. 3) Escribir sobre el capítulo de ayer de Dr. House. 4) Tirar la olla a la basura. El arroz pegado es una mierda. 5) Leer “Los cuadernos de Don Rigoberto” de Vargas Llosa. 6) Escribir sobre la compulsión de confeccionar listas.

sábado

LIBROS - CONSIDERACIONES ACERCA DE TUTIPLENES Y OTROS FRUTOS DE MAR

Rosana Gutiérrez (LUC). Aurelia Rivera.
Grupo Editorial Buenos Aires


ADVERTENCIA: Los tutiplenes endeudan.

Lo tenía en la lista de libros a comprar desde que se publicó (otro día hablaré de mi compulsión por hacer listas para todo).

Es cierto que tengo simpatía por la autora (quien tuvo a bien convertirme en una primicia una vez enterada de mi adquisición) y que por esa simpatía fui a comprar el libro (si no nos damos una mano entre nosotros…).

Pero también es cierto y justo admitir que antes de llegar al final, el libro ya está pago. En realidad se paga más o menos cuando uno va por la mitad. A partir de ahí, ya pasamos a endeudarnos con la autora, que regala humor, creatividad y demencia, en ese u otro orden.

Es preciso decir que haciendo una interpretación demasiado estricta de esto último, Carmelo Capazzo apenas ojeó los Tutiplenes y los dejó, arguyendo que no tenía solvencia económica para contraer semejante deuda (pero todos sabemos que los del Comando Mocho son los únicos escritores que nunca leyeron un libro entero, pese a haberse robado cientos -y completos-).

Volviendo a las Consideraciones acerca de Tutiplenes y otros frutos de mar, no seré yo quién explique el libro (muy bien lo ha hecho Guillermo Piro en el prólogo), aunque sí quién lo recomiende.

Y lo recomiendo enérgicamente porque ahora me enteré que la autora ha abierto una moratoria para todos los que no endeudamos con ella al leerla.

Morosos: por acá por favor.

jueves

DESTINO ATORMENTADO




Este cuento breve es posteado porque fue uno de los 3 que más me pidieron por mail desde la vuelta del Blog. Acá va.




DESTINO ATORMENTADO

En el interior de la modesta construcción de madera –sobre el llano-, el temor se precipitó al advertir la oscuridad que acababa de cubrir el cielo matinal. Por detrás de la montaña se alzaba la tormenta, mostrando una lúgubre pared, atravesada intermitentemente por destellos lumínicos que prometían quebrarla y hacerla caer sobre el valle, aplastándolo.

Durante los exacerbados preparativos de último momento descubrieron que faltaba. A la segunda revisión ya no quedaron dudas de la ausencia. Pese a que afuera el viento castigaba a latigazos, él no vaciló; tras dar unas indicaciones de perogrullo a su esposa, salió corriendo en dirección al monte (sitio en donde mucho tiempo atrás lo había encontrado, agonizante, merced al ataque de otros animales).

Luchando contra las coléricas ráfagas que lo embestían, debió aferrarse a un arbusto espinoso, que le rasgó la piel. Con más convicción que fuerza fue hacia donde su intuición lo guiaba, asiéndose de cuanta saliente encontró. Finalmente, llegó a dar con él: a poca distancia pudo verlo; allí estaba – en un claro- bebiendo agua de la vertiente que drenaba desde el corazón de la montaña. Sus cuatro patas parecían apenas tocar el piso rocoso. Su pelaje blanco y largo se ondulaba al son del viento. Luego de beber, alzó su peculiar cabeza y encontró la mirada exhausta de quién lo buscaba.

Se acercó lentamente, con su paso armónico. Lo primero que el hombre percibió fue el hocico aun mojado, y luego la tibieza de la lengua suave que le lamía la sangre que todavía emanaba su mano. Creyó notar que el contorno del animal resplandecía. Se miraron, admirándose. Un impetuoso trueno interrumpió la mutua hipnosis silente. Debían volver. Algunas gotas de furia fría cayeron desde el tenebroso firmamento, obligándolos a militar la premura. Esta vez, el viento favoreció la corrida, aunque la lluvia intentó lacerarlos.

Un ensordecedor estruendo hizo temblar la tierra. Él logró ingresar a la construcción, mientras que el animal, aturdido por el rayo, corrió en dirección al monte, internándose en el centro de la tempestad. Temblando vio como su inigualable ejemplar, de patas inmaculadas y lomo brillante, ese que bebía de su sangre, ese ser único con un extraño cuerno en la frente, se perdía entre los rayos.

Apretando el dolor con sus puños, quiso ir nuevamente a buscarlo, pero se detuvo al oír la voz de su mujer, que tomándolo por los hombros le decía:

- Está bien así. Vamos, ya es tiempo de cerrar la compuerta, Noé...

lunes

MENTIROSOS URBANOS (II)

El sanador

Lo siento por los turistas que llegaron a la ciudad en busca de sus playas, pero agradezco a quien corresponda por la tormenta del martes 12 de enero. Al mediodía el cielo se alfombró de negro; pocos minutos después, llovió como para desalentar a Nerón. Nunca imaginé que el chofer del taxi al que subí apurado iba a regalarme la siguiente historia.

Mientras trataba de escurrirme la cara con la remera oía que el taxista maldecía en algunas esquinas. Cuando dobló por la calle Moreno me percaté que insultaba solamente en las intersecciones con semáforos. Quise solidarizarme y comenté la falta de sincronización. El conductor movió la cabeza negando mi comentario. Sorprendido ante ese gesto, arremetí contra la superpoblación de pandillas de limpiavidrios. Obtuve otra seña de negación. Ataqué entonces a los automovilistas que prefieren estacionar en doble fila: tampoco; seguía moviendo la cabeza hacia ambos lados. Continué arriesgando: ciclistas, peatones, colectiveros, gobernantes, próceres. El taxista negaba con la convicción de Pedro hasta que –cansado de mi curiosidad- dijo: “no me banco a esos mentirosos” y señaló a un hombre que iba pidiendo de auto en auto, blandiendo un papel gastado con una mano, y con la otra tomándose el pecho.

Un gallo me cantó en el cerebro al escuchar “Laburo doce horas con el culo en el asiento para hacer un mango y estos ladrones hacen fortuna en un rato mandándose el cuento del enfermito”. Y a partir de ahí, durante lo que duró mi viaje, su relato y la tormenta escuché a Juan, que tiene 49 años y un hijo, es taxista desde los 38 y vive en la zona del estadio mundialista.
Yo estoy de acuerdo con que si no tenés trabajo en lugar de robar salgas a pedir.. qué se yo… es más digno…no sé… pero no es lo mismo ser pobre que ser un mentiroso de mierda.”

Juan dice saber distinguir a un enfermo cierto de un impostor. Llevaba años estudiando a los bribones que atacan a los autos en los semáforos solicitando una compensación económica debido a alguna enfermedad, que certifican con una fotocopia que presume de diagnóstico médico o directamente con alguna extremidad vendada, cuando no la mera cara de afligido.

Descubrió la farsa por casualidad, asegura. Unos años atrás, habitualmente paraba con su taxi en la esquina de 11 de septiembre y la Av. Independencia. En esa intersección había un muchacho ciego, con lentes oscuros y bastón blanco. Cuando el semáforo detenía el transito, el joven pasaba lentamente entre los autos pidiendo dinero (lo recolectaba en una gorra) a voluntad del conductor ocasional. No le iba nada mal en la recaudación. Cualquiera de los taxistas de esa parada le cambiaba las monedas recaudadas a lo largo del día por billetes. "Juntaba más plata que yo y en menos horas", afirma Juan, "y se iba antes de que termine la tarde, caminando despacio por Independencia hacia el mar."

Una tarde, Juan accedió a llevar a su hijo a un local de video juegos “el pendejo me tenía las pelotas llenas con que quería ir a jugar a una máquina nueva que salió, esa que es para bailar, viste”. Cuando entra al local con su hijo, Juan ve que quien estaba bailando en la máquina era el ciego de la parada de taxis, que seguía las indicaciones de las flechas pantalla. “Me agarré una calentura padre, no sabés… el mismo guacho que tomaba mate al tanteo con nosotros veía mejor que yo. Nos había cagado a todos juntos”. Lo que siguió fue una escena que no llegó a la violencia porque el ex no vidente logró ver la puerta de salida antes que lo alcanzaran las patadas de Juan.

A partir de ahí, el taxista se propuso descubrir a los falsos enfermos o, como el dice: “curarlos”. La mayoría de los intentos de “cura” –hay que decirlo- no fueron pacíficos.

Con el falso afectado cardíaco terminó en la comisaría por escándalo en la vía pública; luego de un largo interrogatorio policial se logró la confesión de sanidad por parte del interrogado, que logró el festejo de toda la dependencia a quienes Juan ya les había explicado la situación.

Con el falso sordomudo, en cambio, la cosa quedó solo en insultos (en la puerta de la catedral); el sordomudo, al verse amenazado en un recoveco del hall de la iglesia por Juan, que le mostró la culata de un revolver en su cintura y lo arrinconó, sacó una preciosa voz de tenor para pedir auxilio. Como el revolver era de juguete, el altercado no pasó a mayores, aunque “hasta el obispo de asomó a ver de quién eran los gritos”.

“Ojo que no todas fueron buenas”, aclara Juan. Un sábado a la mañana, mientras llevaba a una pasajera a la terminal, pasó por una esquina en donde había un grupo de muchachos tomando cerveza; uno de ellos tenía los dos brazos enyesados, rectos hacia delante e iba pasando de auto en auto cuando éstos se detenían por el semáforo.

Cuando volvía de la terminal Juan decidió volver a pasar por esa esquina, pero esta vez optó por dejar el taxi una cuadra antes e ir caminando. A pocos metros de llegar al grupo notó que los jóvenes estaban jugando con dos tubos de yeso, que se sacaban y ponían en los brazos. Se quedó cerca, de pie, viendo como iban rotando de enyesado cada dos o tres cortes de semáforo (el enyesado saliente era el que cruzaba hasta el quiosco de enfrente y compraba una nueva cerveza con lo recaudado).

Juan jura que estaba dispuesto a retirarse para continuar con su trabajo, pero dice haber visto al entablillado de turno golpear con el yeso el techo del auto de una mujer que se negó a contribuir. "¿Pero qué querés que haga? Me volví loco y salí corriendo a encararlo. Le pegué a ese y a dos más, hasta que sentí el botellazo en la cabeza y me desperté en el hospital. Mirá, –detiene el auto; llegamos a mi destino. Me muestra la cicatriz detrás de la oreja: 7 puntos me dieron."

Ya casi no llueve cuando le pago por el viaje. Juan parece no tener apuro y me relata para terminar que la mejor que hizo fue con el paralítico del puerto. Lo estudió una semana hasta que descubrió la farsa. El aparente impedido se hacía empujar la silla de ruedas de un lado a otro por turistas, arguyendo su miseria a causa de la parálisis. Lo hacía en el paseo del puerto, junto a la banquina de los pescadores, en los días y horarios en que los paseantes se sacaban fotos con las lanchas amarillas y los lobos de mar de fondo.

Una tarde en la que el paseo estaba lleno de gente, Juan se fue acercando, confundido entre las personas hasta quedar como objeto de la solicitud del imposibilitado. Lo llevó casi de punta a punta del paseo, mientras escuchaba la historia de desgracias y padecimientos y era requerida una ayuda monetaria. Juan apresuró la marcha; trotó, corrió empujando la silla de ruedas y no lo detenían los gritos de los atónitos espectadores ni los insultos de rodante pasajero. Se le nota la alegría cuando dice que llegó corriendo hasta el borde de la banquina y lo arrojó con silla y todo al agua, cerca del borde que tiene los escalones que se sumergen “lo tiré ahí por si no sabía nadar; no lo iba a ahogar, no estoy tan loco” aclara.

Y se ríe a carcajadas ahora, mientras me cuenta que el tipo salió del agua despacio, subiendo los escalones, con las manos levantadas hacia el cielo, y caminando entre la estupefacta mirada de toda la gente "el muy hijo de puta me señalaba gritando: me curó… este hombre es un sanador”.

viernes

MENTIROSOS URBANOS (I)

 www.fotosdehumor.com Mentir, lo que se dice mentir, se miente en todas partes. Pero en Mar del Plata hay ejemplares de esos a los que si les crece la nariz por cada mentira, el día que se resfríen tendremos que aprender a navegar veredas, barrenar esquinas y anclar en los umbrales.

Y no me refiero a la clase política y su clase de políticas -lugar harto común a la hora de citar farsantes-.

Estoy aludiendo a otra estirpe -acaso un poco más agradable- de mentirosos que ejercen su don en la ciudad.

En los últimos tiempos he tenido la oportunidad de conocer a algunos de ellos, en ocasiones en las que para justificar mi desinterés por el trabajo llevaba un grabador conmigo.


De ahí nacen estos párrafos, que intentan subrayar -con dudosa pericia- a nuestros ilustres (tal vez inofensivos) mentirosos urbanos.

Baltasar

Por la zona del Hospital Materno infantil (mi abuela lo nombraba como “Hospital Mar del Plata”) todos conocen a Baltasar; así, a secas. No se sabe si es su nombre o apellido real o si se trata de un apodo que alude a una obra dramática (Gertrudis Gómez de Avellaneda), al regente de Babilonia (destronado por Ciro) o al más “marketinero” de los Reyes Magos.

Lo cierto es que cuando Baltasar aparece (según fuentes callejeras lo hace respetando un patrón de acción vocal; esto es: viene cuando se le canta) se forma un círculo humano a su alrededor, pero sin que él se de cuenta de la convocatoria.

Una mañana presencié la acción: todos disimulan estar ocupados en otros menesteres y poco a poco se integran al variado grupo de oyentes. Taxistas, cafeteros, cuidacoches, vendedores, personal de mantenimiento del hospital, todos actúan con gran maestría sobre la mano par de la calle Castelli.

Mientras hablan entre ellos simulan discusiones sobre fútbol y otros temas y se van acomodando. Lentamente los más hábiles (un taxista y un capataz, ubicados estratégicamente a ambos flancos de Baltasar) van logrando que la conversación se convierta en una rueda de alegres aunque modestas anécdotas domésticas.

Entonces uno (el taxista, que, en rigor, merece –y tiene- su crónica aparte) improvisa una historia un poco más audaz que las de los demás. Suele recurrir a su oficio para referir algo sobre alguna pasajera con posible destino amoroso, y muestra un número de teléfono anotado en un billete de cinco pesos.

Ahí interviene el capataz de mantenimiento –galán maduro, al que le falta el dedo índice de su mano derecha- y cuenta, sin entrar en detalles truculentos, que unas horas después del accidente en la mano, estando ya en el quirófano, le pidió a la enfermera -de la que estaba enamorado desde que ingresó a trabajar al hospital- que le besara el dedo para sanarlo, ya que él creía en el poder de los besos para curarse. Y remata diciendo que su dedo, en cambio, resultó ser ateo.
Las risas envalentonan a Baltasar, que ahora sí se larga a relatar sus historias. De antemano aclara con seriedad que son verídicas, que todo lo que narra le pasó en verdad (me contaron que una vez quiso golpear a alguien que se burló, tratándolo de mentiroso).

Y así, ante el silencio general, Baltasar cuenta que en los tiempos en que vivía en el campo, un día venía a caballo cuando repentinamente una tormenta eléctrica apareció en el cielo. Gracias a una información que escuchó en la radio unos días antes (el locutor decía que el metal atraía a los rayos) pudo reaccionar a tiempo. Vio venir un rayo en dirección a él y sin pensarlo dos veces sacó el facón de su cintura y lo tiró contra un limonero, clavándolo en el tronco, y logrando que el rayo se desviara para impactar contra el árbol.

En la vereda, nadie se rió abiertamente; algunos simularon toser y se cubrieron la cara con una mano. Admito que más que reírme me sorprendí al percibir la seriedad con la que Baltasar hablaba. Me acerqué un poco más a la rueda, para que mi grabador (lo tenía en la mano debajo de un paquete de cigarrillos) captara mejor aquellos testimonios. Y ahí apareció en el relato Zacarías.
“Mi amigo Zacarías era loro –arrancó Baltasar con elocuencia-, pero un señor loro, eh. Nos respetábamos. Nunca nos tuteamos.” El taxista, en este punto, salió corriendo hacia su auto, alegando entre risas contenidas que lo llamaban por la radio. Los demás seguimos escuchando que el loro cantaba el Himno Nacional; que salía un rato a la noche a “tomar fresco al patio”; que sabía los primeros y segundos nombres de los hijos de Baltasar; que era peronista; que aprendió hasta la tabla del dos, y que jamás conoció una jaula porque dormía en el sillón (miraba televisión hasta tarde). El cafetero se agachó para atarse los cordones de las zapatillas, y de costado podía verse como intentaba no hacer sonora la risotada.

Mi estoicismo se quebró cuando Baltasar contó que una noche, de madrugada ya, escuchó ruidos en el fondo de su casa. Preocupado se asomó apenas por la ventana y vio movimientos sospechosos en los arbustos del patio. Tomó con decisión la escopeta y sin prender la luz abrió de golpe la puerta y salió. Afortunadamente –dijo-, oyó una voz familiar que le pedía: “No tire Baltasar, soy yo, Zacarías”.

Me ahogué con el café que estaba tomando.
En la mitad de mi ataque de risa y tos, no pude disimular el grabador cuando cayó sobre mis pies. Baltasar lo vio y bruscamente me interrogó al respecto. En lugar de responder, le pedí permiso para escribir su historia, asegurándole que iba a respetar todos los detalles.
Se negó mientras iba enrojeciendo de furia. Invitado por su cólera creciente, le prometí que jamás la escribiría.
Olvidé decirle que yo también soy uno de los mentirosos urbanos.

lunes

LIBROS - SER ESCRITOR

Abelardo Castillo. Perfil Libros – Bitácora

No se debería escribir sin antes visitar estas páginas de Castillo.

El libro me lo regaló Salem, luego de verme estropear párrafos impunemente.

No es un manual, no hay tratados ni reglamentos. El autor cuenta su experiencia literaria de manera tal que uno tiene la sensación de estar escuchándolo hablar en una mesa de café (estimo que así fue escrito).

Las recomendaciones tienden más a lo que no se debe hacer que a la estricta técnica de cómo escribir.

Dice Castillo: “Si tiene tendencia a escribir cristal, en vez de vidrio; rostro, en vez de cara; ascender, en vez de subir; o utiliza expresiones como ¡bingo!, pantaletas, carrusel, dése una vuelta por el mundo real.”

“Lo que llamamos estilo sucede más allá de la gramática. No es lo mismo decir: “ahí está la ventana” que “la ventana está ahí”. En un caso se privilegia el espacio; en el otro, el objeto. Toda sintaxis es una concepción del mundo.”

Aunque el intento de Salem no haya funcionado en mi, es bueno tener en cuenta este libro tanto para leerlo como para regalarlo o robarlo, llegado el caso.

Termino con otra sobre el estilo.

Castillo cuenta que a los 17 años fue a un taller literario. Le empezó a leerle al profesor el cuento que había llevado; éste lo interrumpió para ametrallarlo a preguntas acerca de las primeras oraciones, bastante toscas. “Yo tenía diecisiete años –cuenta Castillo-, una altanería acorde con mi edad y ni la más mínima respuesta para ninguna de esas preguntas. Lo único que atiné a decir, fue: Bueno, señor, porque ese es mi estilo. El profesor, mirándome como un lechuzón, me respondió:
-Antes de tener estilo, hay que aprender a escribir.”

POSMODERNO

Hace casi 20 años era boy scout.
Iba de campamento habitualmente. Son experiencias inolvidables en la vida de una persona. Convivir con pares, en medio de bosques y arroyos, aprender a pescar, a hacer nudos y amarres, usar cuchillos, hachas, tomar mate cocido, fascinarse con el fuego. Son verdaderas maravillas para un chico, aventuras que se incrustan en uno para siempre.

Recuerdo los campamentos de supervivencia, en los que no estaba permitido llevar muchos alimentos y había que procurárselos de la misma naturaleza. Se improvisaban baños, se potabilizaba el agua para tomar mediante técnicas aprendidas, así como también era menester encender el fuego con medios no artificiales. Pasábamos horas hasta que lográbamos unas modestas llamitas. Y ahí hacíamos un suerte de guardia del fuego, alternándonos para mantenerlo encendido y con una olla o cacharro con agua cerca de las brazas (el agua caliente permanente es imperiosa para el mate o mate cocido).

Hubo una vez en la que debimos hacer trampa y usar varias lupas contra el sol para que el fuego encienda, luego de intentar casi todo un día. Con los últimos rayos de la tarde lo logramos.

En cambio, cuando los campamentos no tenían la modalidad de “supervivencia”, estaba permitido llevar encendedores y fósforos. Así y todo, en los días que amanecía lloviendo o con las escarcha de invierno es todo un severo trabajo encender el fuego. Varios grupos a la vez se disputaban el honor de lograr las primeras llamar del día bajo la lluvia. Y quien lo lograba obtenía el respeto tácito de los demás y el agradecimiento de los friolentos, junto al orgullo íntimo de haber sido por esa vez el proveedor de seguridad del grupo.

En estos entrañables recuerdos y en el paso del tiempo (perdón por los lugares comunes) pensé hoy a la mañana, cuando calenté el agua para tomar mate en esta pava que me regalaron:

domingo

jueves

SU DULCE DOLOR

Ayer mamá me lo contó: me falta poco tiempo para nacer. Me lo dijo en un tono raro. No me gusta nada cuando ella está así. Yo me doy cuenta, porque cuando está triste no me llama por mi nombre. Me habla pero ajena, ausente. En cambio, hay días en los que no para de acariciar su panza y de hablarme, usando mi nombre a cada instante; dice que nombrarme la tranquiliza, la inunda de paz.

Mamá es muy jovencita y muy grande a la vez. Si alguien pudiera ver su corazón desde el lado de adentro - como yo la veo -, le costaría creer que siendo tan chica e inexperta, pueda tener tanta firmeza de espíritu, tanta determinación, tanta fe.

Cuando se enteró que yo iba a venir, las cosas no le fueron nada fáciles. Todavía hoy, se niega a contarme bien todo lo que pasó con papá. Yo sé, igualmente, que él al principio nos rechazó; se sintió humillado. Algunos le gritaron que no me tuviera. Pero ella me defendió con sus rodillas contra el piso; con sus manos juntas clamó por mi vida, ¡por mi vida!. Amo a mamá.

Papá no es mi verdadero padre. Es un tema muy complicado para explicar. Esa dificultad le trajo un montón de problemas a la vida de mamá y a la de él. Hubo momentos en los que en verdad temí no llegar a nacer. Pero finalmente papá nos aceptó. Y no sólo eso, sino que pasó a defendernos incluso anteponiendo su propia vida. Ahora vivimos los tres juntos, y él trabaja el día entero para que nada nos falte. Confío en papá.

Muchas mujeres tocan la panza de mamá para sentirme. Algunas hasta me besan, como mi tía. Cuando fuimos a visitarla, se la pasó acariciándome y repitiendo que me amaba. Ese día conocí a mi primo, que todavía está como yo, barriga adentro. Mamá y la tía lloraron toda la tarde mientras hablaban de nosotros. Pero lloraban con alegría, sin pesar. "Cosas de mujeres", dice papá, cuando mamá llora y sonríe a la vez. Cosas del Amor, pienso yo. Cosas del amor...

Por momentos preferiría quedarme para siempre dentro de mamá. Ella es tan dulce. Siento que nada malo puede ocurrirme estando tan cómodo, tan protegido en su vientre de miel. Las cosas que suceden afuera me atraen pero me asustan. Mamá repite que no soy suyo sino de Dios. Amo su entrega, y a la vez me niego a abandonar su cuerpo, mi cálida casa visceral. El mundo es un misterio que necesito revelar. Pero ya tendré el tiempo y el valor para eso. Ahora quiero seguir disfrutando de mi cuna en las entrañables entrañas maternas.

Sobresaltado, le pregunto el porqué de tanto movimiento. Mamá me responde que vamos al lugar en donde yo asomaré a la vida. Me pongo muy nervioso y empiezo a moverme. Papá está cansado, y dice que todavía falta. Ella también está agotada, pero no se queja de mis embestidas; se contrae y me comprende.

Ya es de noche, y mamá está más feliz que nunca, aunque algo inquieta. Temprano me cantó varias canciones con su voz calma y armoniosa. La noto repleta de paz. Repite mi nombre cada vez que habla con papá, que también está feliz.

Me anuncia que pronto veré su rostro y beberé de ella; pronto me alumbrará. Me suscita. Se aceleran mis latidos. Nado con premura buscando emerger; ansío tanto contemplar sus ojos iluminados.

Tiemblo. Vuelve a contraerse. Me celebra. Lato.

Para serenarme, mamá me habla. Me cuenta que todos venimos al mundo con una misión a cumplir. Inhala y exhala muy agitada. Sigue hablándome. Con tono entrecortado agrega que algunos saben desde antes, como ella, cuál es su tarea en la vida, y que otros la descubren luego.

Ya respira demasiado aprisa. Papá se asusta. Yo también. Comienzo a sentirme succionado. Mi corazón se contrae y se dilata al mismo ritmo que el cuerpo de mamá, que vuelve a hablarme. Me dice que me aguarda y que siempre me cuidará. Lloro. Papá la tiene tomada de las manos y le repite con calma que el momento ha llegado. Ahora él llora.

Mamá deja caer su cabeza hacia atrás. El cielo abierto y oscuro es testigo silente de su dulce dolor; de cómo el calor le funde la carne para fundarme. Sigue hablándome. Quiere que vaya hacia ella. Tengo miedo, y le hago saber mi negación a originarme. Me pide que confíe, y me revela que su trabajo en la vida es tenerme a mí, que para eso nació. Esa es la confirmación de amor que necesito. Llega el vértigo. Transpira. A ella voy.

Siento que mi cuerpo se oprime y se desliza. Temo. Empiezo a aflorar. Le pido que no deje de hablarme. Jadea. Estoy llegando. Se sofoca. Le digo que yo desconozco cuál es mi misión. Ella abre sus ojos húmedos y clava su mirada en una resplandeciente estrella en el cielo, mientras me dice las últimas palabras que escucharé desde su vientre:
- Ya pronto la descubrirás, mi dulce Jesús.

LUANA

Gira, se coloca boca abajo, la abraza y presiona su rostro contra ella que, blanda, sumisa, dócil y obediente, cede y se amolda. Está incómoda. Así no; ahora la toma con ambas manos y la posa sobre su cabeza mientras la oprime sólo un poco. Hace calor. Así tampoco; se cansa y la arroja fuera de la cama; cuando cae, la almohada pega contra el velador, que también se precipita al suelo. Ya está, no aguanta más. Fastidiada, entiende que no ha de conseguir dormir y se levanta. En la oscuridad, patea la almohada y el velador, que quedó abajo escondido, lejos de su propia luz. Le duele el pie. Maldice y ríe; se ríe de su mala suerte y de lo absurdo de reírse de su mala suerte.

Ata su ondulado cabello y bebe jugo exprimido, mientras deambula descalza y en camisón por el departamento en penumbras. Al pasar, se mira fugazmente en el espejo que le devuelve la imagen de su cuerpo entero; no se detiene como lo hace siempre.

Luana está inquieta, y no consigue serenarse. Luego de fumar un cigarrillo, se decide por el sillón que está frente al ventanal que da hacia la costa, y se deja caer sobre él.

Luce como una verdadera y magnífica mujer, y sin embargo conserva esos destellos de frescura e inocencia propios de la niñez, que manifiesta al sentarse igual que los chicos del jardín de infantes: Las rodillas flexionadas y las piernas cruzadas sobre sí.

No aprendió, aún, a mirar hacia adentro; el vacío le causa temor. Entonces mira para afuera. Cuando su mirada se pierde en las estrellas no piensa en nada; tiene el codo apoyado en la rodilla y la palma de su mano izquierda sosteniéndole la mejilla, al tiempo que su mano derecha juega a enrular aún más los mechones que se escaparon del broche con el que se hizo una cola.

Sin ningún motivo comienza a reír. Siempre le ocurre eso; no evoca nada en particular, ríe sin causa alguna. Al rato, tal vez por propia voluntad, la risa le recuerda a alguien o a algo. En esta oportunidad, sin proponérselo, recuerda a quien que pasó por su vida, apenas, durante unas pocas semanas y ocupó sus pensamientos por mucho tiempo más. Él, tras regalarle una flor, le había dicho que ella era alguien especial, un ángel. Luana reía y sentía dentro suyo algo que no podía explicar. También escribió en una servilleta de papel que "Cuando ella sonreía, abrazaba la vida; cuando lloraba, el mundo se marchitaba". Esta docena de palabras le llegó directo al corazón, desbordándolo. ¿Por qué volvía a recordar aquello? ¿Por qué nuevamente sentía esa sensación extraña e inexplicable? ¿Habría hecho bien?.

Sin levantarse, se estira y abre en parte la ventana. Descubre que una leve llovizna bautiza el paisaje, haciendo resaltar las pocas luces que se alcanzan a ver.
Sigue riendo. Ahora, en esta extraña noche, sola, sentada en un sillón como una nena jugando con su pelo, ríe; ríe con énfasis; esa risa nuevamente abraza y abarca la vida, pero en sus mejillas algo brilla: lágrimas incontrolables; lágrimas que la abrazan, que mojan sus pétalos. Lágrimas de tristeza.
Fueron tantas las veces que se sintió así…

En tantas ocasiones, pese a estar acompañada, paladeó ese sabor amargo que produce no ser comprendida plenamente, ese sentimiento de soledad en el alma, ese vacío que parece destinado a no colmarse jamás (ese escepticismo propio de quienes mucho han amado y poco han sido amados, de quienes, como ella, todo han apostado y como paga han recibido dolor y luego indiferencia). Tantas veces se sintió marchitar…

Agita sus manos, queriendo espantar esos pensamientos pero sabe que es en vano, que de eso no puede escapar porque son parte de su vida. Suspira profundamente antes de ponerse de pie y dirigirse, bailando, hacia la pequeña mesa con adornos artesanales y sonrientes fotografías. De una cajita rectangular de madera barnizada extrae un sahumerio. Lo enciende.

Sus ojos siguen destilando lágrimas.

Piensa en cuánto le hubiera gustado ser bailarina, y dando dos vueltas sobre sí misma y cae una vez más sobre ese sillón huérfano de tibiezas. Mientras el aroma a sándalo inunda el ambiente -purificándolo-, seca sus mejillas diciendo en voz alta:
-Los ángeles nunca están tristes, no sufren ni lloran.

Mira por la ventana intentando distraer su atención. Se da cuenta que ya no llovizna. También nota que la marea ha bajado más de lo habitual, para dejar a la vista una uniforme superficie oscura, en donde sólo resaltan esporádicos copos de espuma blanca, que luego se extinguen gracias a su feroz lucha con el aire.
"¿Será que el mar se retiró para agrandar de manera voluntaria el continente?" pregunta para sí "¿O será que el océano está tomando impulso para embestir y revolcar a todos los seres vivientes?"
-Me parece que estoy completamente loca- concluye en voz alta, y vuelve a reír a carcajadas.

En el ambiente los contornos se adivinan gracias a la tenue luz que entra, favorecida por la ausencia de cortinas. La perfumada fragancia del sahumerio se va mezclando con el olor a tierra mojada, que hace su aparición merced a que la ventana aún permanece abierta. Este cóctel de aromas la envuelve.

"Que noche tan diferente" piensa. Le parece que esa frase es de una canción pero no recuerda de cuál.

-Que noche tan diferente- canta, inventándole una música a su antojo, mientras piensa vagamente en su propia existencia y en lo mucho que desea tener una vida superior, sublime, distinta como esa inobjetable vigilia.

Ahora pestañea varias veces seguidas y mira la blanca luna llena. Asombrada ve cómo una estrella renuncia a permanecer inmóvil en el firmamento y cae, gloriosa, dibujando su trayecto final con una estela de luz deleble. Cierra los ojos para pedir un deseo pero no sabe cuál podría ser; pediría tantas cosas, necesita tanto. Aprieta fuerte los párpados, para que el efecto del deseo no sea fugaz, y se decide por pedir un milagro; no comprende bien porqué le salió eso, pero igual está orgullosa de su solicitud. Expectante, abre muy despacio los ojos.

Nada.
Nada nuevo ocurrió.

Todo sigue igual que antes, por eso llora; lagrimea, se deshoja, se va secando y el mundo se marchita a su lado.

Está cansada y está cansada de estar cansada. Esa triste redundancia le dibuja una pequeña sonrisa. Se para y comienza a caminar hasta quedar frente al espejo, el mismo en el que siempre ensaya distintos pasos de baile y diferentes maneras de andar (hasta ha probado reptar o agitar alas).

Se sobresalta al descubrir que su reflejo comienza a iluminarse. No puede creer en lo que ve; no puede asimilar lo que ocurre delante de sus ojos. Intenta moverse pero le es imposible; ya no es dueña de su humanidad y permanece frente al espejo perpleja, mientras contempla como su imagen va resplandeciendo cada vez más. Ahora, el contorno de su cuerpo es envuelto por una inmaculada luz, que también la baña de la más absoluta paz. Jamás se sintió tan bella ni tan pura.

Luana puede verse, brillante, angelical, y puede sentir cómo su ser se despoja, raleándose de las peores cosas de su propia persona, de los sentimientos más tristes y oscuros que en ella habitan. Intuye que el tiempo se detuvo, que por única vez asiste al milagro personal de redimirse y lograr una versión mejorada de sí misma. Palpita con total intensidad cómo su corazón se va nutriendo de aquella luz, cómo la energía recorre su cuerpo; siente con absoluta certeza que ha renacido, que su alma ha florecido, que su polen hará la miel más pura, que su néctar la embriagará de eternidad. Sonríe y sabe, porque lo percibe con nitidez, que está abrazando la vida. Ahora el mundo ya no se marchitará.

El resplandor disminuye poco a poco hasta desaparecer. Ella recupera el movimiento de su cuerpo. Sabe, está segura, que el tiempo se detuvo aunque no conoce durante cuanto; y también sabe que otra vez, indefectiblemente, en todos lados y como siempre, la vida vuelve a sucederse, a seguir pasando. La vida vuelve a hacerse cosa de todos los días, de todos los instantes; pero todo es diferente: ella ya no es la misma.

Así es Luana, tan simple y tan compleja; que llora y el mundo se marchita; que ríe y abraza la vida. Luchadora, capaz de rebelarse contra sí misma. Eterna, capaz de revelarse a sí misma la dualidad, humana y celestial, de su persona.
Así es ella, una mujer y una niña al mismo tiempo; tan tierna y tan indefensa, tan fuerte y tan necesaria.

Totalmente en paz, cierra la ventana y nota que allá, bien al fondo, se distingue la amarillenta franja que separa lo diurno de lo nocturno. Alguien, quizás el tiempo, está subrayando el amanecer.

Sin ninguna prisa repasa lo ocurrido, mientras vuelve a su sillón. Allí agradece el milagro personal del florecimiento de su corazón. Se siente vital, valiosa y feliz; es por ello que arranca a murmurar la canción que inventó:
-Que noche tan diferente... - pero el sueño comienza a invadirla y pronto la vencerá por completo.

Unos segundos antes de quedarse dormida abrazando un almohadón, piensa con los ojos ya cerrados que esta noche bien podría haber sido 25 de diciembre, su Navidad personal.

Pero pese a que no lo ve, el almanaque -que cuelga al lado de un crucifijo tallado por sus jóvenes manos- indica que es jueves. Jueves 21 de septiembre.

ANDATE

Andate refutando esa quietud que te describe
demostrando que no hay pereza que aluda a tu destino
que tu fortuna es estática pero no está cerca
que contra tu voluntad móvil no hay raíz que se empecine.

Andate siguiendo el borroneado mapa sin cruz
buscando ficticios tesoros insepultos
hallando cofres vacíos en la superficie de tu propio desdén.
(Andate si acreditan tus logros sólo a la demora del fracaso.)

Andate, así suspiran aliviados los maridos
sollozan en secretos las esposas
maldicen en silencio las amantes
se aburren y fabulan los porteros.

Andate a decapitar títeres, sabiendo:
que el retorno será una gran parodia
que el destino es un invento
que su inventor no volvió.

Andate, y no te detengas a confirmar tu sombra,
ni te demores alineando tus velas hacia las ráfagas
(hace mucho que la tierra no es plana,
y después de algunas curvas la vida te pisará los talones).

Andate, que yo te prometo que
la tierra jurada será la que estés pisando
cuando decidas darle fin al éxodo
al que te condenaste porque ella te dejó.


TENÉS RAZÓN, INFELIZ (DIOS ESTÁ LOCO)

El fastidioso sol me daba de lleno en el rostro, lo que me producía calor y malestar al mismo tiempo. Ni falta que hace describir mi cara. Detesto tanto madrugar como que me hablen cuando recién me despego de las sábanas. Tal vez eso explique o justifique mi nulo humor esa mañana.
Caminé cuatro cuadras desde que bajé del colectivo, y llegué al local ubicado en pleno centro. Pensé que el lugar estaría atestado de personas. Imaginando una larga y tediosa fila, cual peregrinación, compré el diario y cigarrillos para mitigar la espera. Fue en vano, como la mayoría de mis actos.
Llegué y no había ni un perro en la vereda. Entré sin golpear, como indicaba el cartel con letra gótica que colgaba en la puerta. Sorpresa número uno: no había imágenes de santos, vírgenes ni crucifijos; las paredes estaban cubiertas por fotografías. Sorpresa número dos: Dios estaba sentado tras un escritorio, tomando mate. (Durante toda la charla comprobé que el mate no se le lavó, por más que yo haya intentado en varias oportunidades moverle la bombilla ad hoc.) Tercera sorpresa: Dios le pegaba con su puño al monitor de la computadora que había sobre el escritorio.
- Pasá, sentate, mientras soluciono un pequeño inconveniente que me surgió- me dijo. Luego se puso de pie, arrancó el monitor y lo tiró al piso con entusiasmo, en un acto que marcó claramente la cuarta sorpresa de la mañana. Y no era la última.
Mientras me acercaba un espumoso mate, agarró el diario que yo dejé delante mío.
- Podrías cambiar esa cara- me sugirió.
-¡¡¡Ayyyy Diossss!!!- grité al quemarme- Está muy caliente...
Dios rió.

-...y amargo- continué.
- Es que dulce me cae mal a la mañana- me explicó.
Mi mal humor iba en aumento. Hice lo que siempre hago en esos casos: intento contagiarlo.
-¿Leíste el diario hoy?- le pregunté.
- Yo no leo los diarios. Apenas ojeo la parte de humor. A veces también me meto en Internet, pero me aburro mucho...
Jamás imaginé a Dios navegando en la red.
-¿Tenés e-mail? - ironicé.
-No- me respondió, y me miró de manera tal que comprendí al instante la estupidez que acababa de preguntar.
Busqué cambiar de tema antes de que me sintiera un completo idiota.
-¿Te importa si fumo?
- Si, me importa, pero vos podés hacer lo que quieras-
respondió.
Encendí el cigarrillo y agarré el nuevo mate que me estaba ofreciendo. Él, mientras tanto, conectaba el cargador de baterías a un teléfono celular. Luego se puso a pasar las hojas del periódico hasta que se detuvo en el horóscopo, y comenzó a reír. Eso me gustó.
-¿De qué signo sos?- le pregunté.
- Soy signo de mí mismo- dijo serio- ¿te quedó claro?
- Si, muy claro. Bueno... ya sabés a que vine ¿o no?
-Viniste a hacerme una nota; es decir: el viejo truco de no tener ideas para escribir y usarme a mí como tema.
- Bueno, yo no lo diría así aunque, admito, que sos un lugar común para los escritores…
- Eso no es cierto –
interrumpió El Señor.
- ¿No sos un lugar común? – me avergoncé
- Lo que no es cierto es que seas escritor – dijo, y rió.
Como el local no tenía cenicero, me paré y fui hasta la puerta para arrojar afuera el cigarrillo. Antes de volver a sentarme, miré con detenimiento las fotos de la pared. En todas estaba Dios sonriendo, abrazado a distintas personas que no reían. A la única que alcancé a reconocer fue a una ex novia mía.
- Que raro- dije recordándola- no pensé que creía en vos.
Sin dudas, mi comentario le molestó, porque soltó bruscamente el diario y me preguntó:
-¿Y vos?
-¿Y yo qué?
Dios me miró severo, sin ira pero sin mueca.
- Bueno... -confesé- no es que no crea, pero me resulta imposible entenderte.
-¿Entenderme? ¿Quién te dijo que tenés que entenderme?
- Nadie, pero me parece que vos hacés las cosas y no las explicas, entonces uno tiene que arreglarse como puede para interpretar lo que pasa.
Dios puso cara de "este pibe no entiende nada de nada", pero tuvo la gentileza de no decirlo. Me acercó otro mate y se puso a reiniciar la computadora, que ahora tenía un monitor plano. Ver que no me prestaba atención me hizo enojar.
-¿No me vas a explicar??? - le solicité vehemente.
- Aguardame un momento, por favor.
Me podría haber dicho "bancame un toque", para darse aires más modernos, pero no, Dios es un clásico. Tardó un buen rato hasta que la computadora amagó a arrancar. Me pareció que no entendía mucho del tema, pero no quise decirlo.
- Estas computadoras son del demonio- dijo al fin, dándole duro al teclado.
Me resultó muy gracioso el comentario. Luego de unos segundos, no tanto.
- No estás en onda- comenté, haciéndome el vivo.
-¿Qué onda?-
- En onda, Dios, así se dice ahora.
- No, digo que ¿qué onda vos? ¿O te olvidas de lo que hablábamos recién?
-¡Qué vivo!-
dije cuando entendí la broma.
Sonreí al recordar que mi amigo Salem me había advertido que Dios era un gran bromista.
- Dios... - dije - me gustaría que me explicaras las cosas que no entiendo de vos, que son casi todas.
Sonó el celular de Dios. Atendió, dijo "está acá conmigo" y lo apagó.
-¿Quién era?- quise saber.
-¿Qué te importa?
- Epa... que modales, Señor.
- Digo que ¿qué es lo que te importa saber? ¿Qué querés que te explique?
-¡Qué pillo!-
celebré-. Quiero hacerte, ante todo, una pregunta.
- Dale, acá me tenés.
Siempre creí que con esta pregunta lo dejaría mudo. Empecé:
- Dios, los amigos son los pares, los confidentes, los que afinan con nosotros, los que se nos parecen ¿no?
Él asintió.
- Y vos - continué- sos el número uno, el creador, El Capo, El Padre de Todos. Es decir, que todos los que existimos, tus hijos, tus ángeles, tus guardianes... todos somos inferiores a vos, a tu poder y a tu gracia. ¿me seguís hasta acá?- le consulté.
- Si, continuá.
- Dios... si no hay nadie igual vos, si nadie alcanza a estar a tu altura... vos... ¿tenés amigos? -
dije y me preparé para ver a Dios sin respuestas. Profetizando este vergonzoso momento para El Señor, había pensado no publicar su reacción. Sólo me limitaría a elegir como título de la nota la frase "Dios no tiene amigos".
Dios sonrió levemente. Luego rió y yo también. Pero él siguió. Llegaron las carcajadas. Se tomó el estómago con sus manos. Golpeó el escritorio mientras reía. Arrojándose al piso pegó varias veces con su zapato contra el suelo, mientras lloraba de la risa.
Yo ya no reía.
Él reía mucho.
Demasiado.
Se abusó riendo.
Ya me molestaba.
- Bueno Dios, suspendé.
Mientras se incorporaba y secaba sus lágrimas, encendí otro cigarrillo.
- Decile a tu amigo Salem, que vos también sos un gran bromista- dijo, mientras todavía le atacaban espasmos de risa.
-¿Y?- le increpé, acompañando con mis cejas la pregunta.
-¿Y qué?
-¿Tenés amigos?
- La amistad
-expresó adoptando un tono un poco más serio- es apenas un sarmiento de la vid del Amor... ¿me seguís hasta acá?- me consultó.
- Si, dale.
-...Y el Amor... Soy Yo ¿Te quedó?
- Si, me quedó
-refunfuñé (y yo que pensaba que con mi pregunta lo noqueaba).
Me repuse como pude..
-¿Qué más querés preguntarme? -invitó apacible.
- Eeeehhh... bueno, yo, eh...
-¿Y?-
insistió.
- Pará Dios, no me apures.
Me puse nervioso. Lo único que se me ocurrió preguntarle fue lo siguiente:
-A las mujeres... ¿También las inventaste vos?
- Si,
-dijo orgulloso- me lucí.
- Ya me parecía.
-¿Vos tenés alguna queja?-
inquirió Él, haciéndose el canchero.
-Muchas- contesté, pero no me dejó seguir...
-Me salieron mejor que vos.- aseguró.
-¡Yo no inventé ninguna mujer!- exclamé con convicción.
-No me refería a eso- Dijo Él con pesar.
-No entendí. Ves, no te entiendo.
Dios rió para sí.
- Y dale con eso de entender... - luego protestó- Los humanos derrochan sus energías en intentar interpretar todo cuanto ocurre; quieren entenderme; entender el motivo de la vida; entender el amor; quieren sentirse satisfechos con una buena explicación; quieren, en el fondo, tener la exclusiva razón.
- Es cierto-
afirmé con pesar- hace poco alguien me preguntó: "¿Vos querés tener razón o ser feliz?"
-¡Eso es sabiduría!-
ovacionó el Señor, mientras me convidaba otro mate.
-¿Y vos Dios, querés tener razón o ser feliz? -dije yo, aprovechando la ocasión para tomarme revancha de la pregunta sobre si tenía amigos. Dios tardó en contestar, lo que me hizo suponer que esta vez lo llevaba con una espada hacia la pared. Sentí un regocijo interno. Estuve a punto de cambiar de tema pero noté que al fin Dios iba a hablarme.
-Hijo- arrancó con un tono fraternal, entrañable, cargado de compasión- voy a hacer una excepción y trataré de explicártelo: ¿Vos escribiste cuentos?
-Si-
me jacté, orgulloso, y le recomendé mi preferido. Creo que no me escuchó bien porque en ningún momento me dijo que lo leería. Sólo murmuró, como lamentándose, algo así: "Yo le doy pan a cada uno..." Luego siguió con las preguntas.
-¿Y algún personaje puede ser más que vos? -
- No entiendo, Dios.- me sinceré.
- Digo que si algún protagonista de tus historias hace o dice algo que no se te ocurra a vos.
- No.
- Tenés razón, infeliz- celebró, y luego continuó diciendo- lo mismo ocurre conmigo, sólo que Yo Soy El Autor De La Vida. Yo inventé la razón, la felicidad, Inventé los inventos; Yo estoy por sobre Todo Eso, por encima de Todas Las Historias- dijo con firmeza pero sin petulancia.
- Es verdad- admití, y omití decir que, además, se lo veía feliz. Le devolví el mate. Supe que había vuelto a perder. Él, entre tanto, seguía entusiasmado...
-...inventé también el amor, el trámite de la muerte, el perdón...
-¿Perdón?-
interrumpí.
- Si, el perdón: "Remisión de pena o deuda; indulgencia, misericordia, remisión de los pecados"
- Ya sé que significa "perdón", me refería a eso del "trámite de la muerte". A mí me parece algo más complicado que un trámite.
- La muerte es un trámite, un paso previo a La Vida. Es como saltar un charquito de agua, toser y cantar...
- Que fácil lo decís, Dios. Vos porque no te vas a morir nunca.
- Error. Error. Error. Yo me muero todos los días junto a ustedes-
dijo Él, pero no lo entendí muy bien. Igual, no quise que me lo explicara porque intuí que no lo comprendería. Por otro lado, Dios no mostró mucho interés en ampliar el concepto (¿Habrá creído que era inútil explicarme?). No lo sé. Se me ocurrió que ahí mismo tenía el título de la nota: "La muerte es un trámite" Dios (sic).
- ¿Querés otro? - me ofreció El Jefe.
- No, ese título me gusta.
- Otro mate ¿Querés otro mate?
- Ah, bueno, dame.
Mi ánimo había decaído un poco. A Dios, claro está, no se le pasó por alto ello y me convidó a que le contara.
- ¿Gustás decirme o preguntarme algo más?
- Si, claro que si -
no dudé, y me escuché diciendo como por reflejo- ¿Cómo hago para ser feliz?
- Es muy sencillo. Sólo tenés que decidirlo.
- ¿Qué?
- Decidir, elegir, optar...
- Ya entendí el término, pero la idea me parece... eh... bueno, te lo voy a decir sin eufemismos: Dios, estás total y completamente loco o borracho o las dos cosas. Yo decido ser feliz pero no me ocurre nunca.
- La felicidad -
dijo Él con esa facilidad de palabras que lo caracteriza- es una elección, una postura, una actitud. No es -enfatizó- un lugar a donde tenés que llegar o un tesoro a desenterrar. Es una manera, La Manera, de vivir. Es una elección mientras caminás por la vida, y no un anhelo. Es un legítimo derecho para el que todos están facultados y sólo tienen que optar por ejercerlo. Es tan sencillo...
- Si, claro, mirá que bien. Con lo difícil que es la vida, con lo complicados que somos los humanos, con lo intrincado que es el amor entre las personas...
- ¿Quién te dijo esa sandez?
- Nadie -
afirmé con orgullo- lo sé porque lo viví.
Dios enarcó las cejas, sorprendido. Sonrió apenas y me soltó a quemarropa:
- El amor no es complicado, difícil ni intrincado, como vos decís. Es muy simple.
- ¿Vos me estás diciendo entonces que yo no...?
- Yo te digo -
me interrumpió- que el amor es simple y la felicidad es una elección. Naciste para ser feliz. Vos decidís, yo dispongo. Y chupate esa mandarina- agregó.
- Ah, que delicado. Disculpame, Señor Dios, pero no es así la cosa. Si vos sabés muy bien que en mi caso...
- Si, lo sé,
-volvió a interrumpirme- pero cuando digo elección incluyo de antemano la posibilidad de que no sea la acertada. Y no obstante eso, luego de equivocarte podés volver a optar.
Me perdí en la neblina del recuerdo de mi pasado sentimental. Encendí un cigarrillo y quedé pensando en las veces que me obstiné en el error, sabiendo que era tal, y que volví a optar por lo mismo. Sin excepción, en todas las oportunidades en las que me equivoqué siempre había tenido antes un llamado de atención desde mi interior, y siempre existió un instante de duda para decidir qué hacer. Supe también, que cada vez que pude cambiar no quise o me dejé convencer por la circunstancia o la persona. Qué estúpido.
Levanté la vista y ahí estaba Dios, sonriendo como si nada. Como para cambiar de tema, y aprovechando la ocasión de estar frente al Capo De Todo, le solté otra pregunta.
- Sé, lo admito, que no soy muy original con lo que voy a decir pero me desespera la intriga. Me gustaría saber qué es lo que me vas a preguntar el día que yo muera y te encuentre otra vez.
- Algo Simple-
contestó, feliz.
- Y dale con lo simple. Para vos todo es fácil, loco, porque vos Sos Quién Sos. Dale, decime así me preparo ¿qué me vas a preguntar?
Antes de hablar movió las manos exageradamente para indicarme que el humo de mi cigarrillo le molestaba. Para complacerlo, fui y lo arrojé a la calle. Cuando volví y me senté, al fin habló así:
- Lo que voy a preguntarte a vos y a cada uno de ustedes es qué hiciste con lo que te di.
Esa pregunta me cayó sobre los hombros con más peso de que hubiera creído. No dije nada. Dios también quedó silente. Lo miré para hablar o justificarme un poco al menos, pero no me salían las palabras.
- La gente piensa y se esmera- cortó Dios el silencio, con total autoridad- en el final del camino, en la recompensa, en el destino último del viaje, en llegar a la meta. Pero descuidan lo más importante: el ahora, el mientras tanto, el todos los días, lo cotidiano. Y es allí en donde está la clave. Es desde ahí desde donde se elige ser feliz con lo que Yo te dí. Ustedes se pasan largos períodos intentando alcanzar tal o cual cosa a futuro, descuidando el presente, el aquí y ahora mismo. Se olvidan que si hoy están, es por y para algo, pues mañana sólo yo sé si estarán o no.
Una vez más, Dios tenía razón.
- ¡Buen título ese! -
Dijo, metiéndose en mis pensamientos.
- ¿Y qué pasa con los sueños y los planes para el futuro? -pregunté sin entender mucho.
- Bienvenidos sean. Es lo que indica la aceptación de mi Creación y lo que confirma la fe en mí. Porque fueron creados para vivir, para defender la vida, para prolongarla y quien planea es porque desea vivir, desea honrar mi creación, honrarme a mí. Pero en verdad te digo que no hay que descuidar el mientras tanto.
- ¿Entonces está bien soñar, señor?
- Por supuesto, hijo. Hay que soñar, hay que pedir deseos...
- ¿Sos el genio de Aladino? -
lo corté.
- Soy el Único Capaz de lograr lo Imposible.
No me quedó la menor duda de eso. Otra vez quedé mudo. ¿Qué iba a decir? Ya estaba todo dicho. Por alguna razón, el encuentro con Él me empujaba hacia dentro de mí mismo. Me llevaba a repasar mis actos (casi nunca intachables). Hilando errores atiné a rememorar mis "descuidos" -como Dios los llama- y descubrí que eran muchos. Hartas veces enfoqué hacia delante sin que me importara mi alrededor. En tantas ocasiones prioricé el apego a lo material sólo para lograr que luego mi mayor capital fueran los pecados homónimos. Sin dudas, usar mucho el intelecto sirve poco, cuando lo que se pone en juego es la felicidad para tener la razón. "Tenés razón, infeliz", había bromeado Dios.
¿Había bromeado Dios?
Súbitamente recordé la oportunidad en la que discutí con un amigo sacerdote, acerca de los pecados. Reviví al instante mis caprichosos argumentos, mi afán por encontrar fisuras en ciertos dogmas, mi espíritu detractor, mi subjetivo análisis de las religiones monoteístas. Y recordé, también, la sencilla y certera definición que ese amigo me dio para explicarme cuál es el verdadero pecado: "No amarse uno y no amar a los demás". En esa media docena y media de palabras estaba el resumen de los conflictos del hombre, del mundo, el origen de las guerras y la explicación del porqué de tantos libros de autoayuda. Simple y cierto.
La amargura que sentía en mi espíritu se disipó cuando sentí la mano de Dios sobre mi hombro y supuse un abrazo, que demoró en llegar. Sus palabras me alentaron a que mirara hacia delante. En un gesto que marcaría mi voluntad para continuar pese a todo, alcé la vista con dignidad. Entonces la luz del flash de la máquina fotográfica que Dios sostenía con la otra mano, me achicó las pupilas de golpe.
- Es para mi pared. Podrías haber sonreído- reclamó.
- Podrías haberme avisado así me arreglaba un poco- protesté, mientras me frotaba los ojos.
- Como si con eso...- bromeó y logró mi risa. Quise sacar provecho de ese momento de calidez, por eso le pregunté:
- ¿Cuánto más voy a vivir?
- ¿No lo sabés?
- se hizo distraído (y el vivo).
- No, dale, decímelo ¿qué te cuesta?
- Nadie sabe cuando le toca el trámite de la muerte, por eso te digo que vivas hoy como si fuera tu último día.
- Así se llama un cuento mío
- me entusiasmé- ¿lo leíste?
- No
- ¿Te lo traigo para que lo leas después?
- No.
- ¿Te lo resumo?
- No.
- Dios, ¿al menos vas a leer esta nota cuando la publique?
El cuarto "No" sonó a definitivo. Dios no me lee. Mal título.
Como apurado, me dio un mate más, y se fue hacia atrás por una puerta blanca que tenía un largo espejo. Imaginé que me iba a obsequiar algo, aunque me llamó la atención que no lo hiciera aparecer con un pase mágico o algo así. Para eso es Dios, pensé.
Cuando volvió, yo ya estaba de pie, pronto a retirarme. Él se detuvo frente al espejo y se acomodó el pelo. Yo me asomé por sobre su hombro, y anonadado le pregunté:
- ¿Te reflejás en los espejos?
- No soy un vampiro
- contestó, seco, y dijo algo así como "Es tupido". No sé si aludía a su frondoso cabello o si en realidad dijo "Estúpido" y no escuché bien el acento. Lo cierto es que en lugar de un celestial regalo, traía en su mano una escoba. Omití la broma de las brujas temiendo un escobazo Divino.
- Te acompaño hasta la puerta - exclamó, y no me opuse.
Ya afuera, me abrazó y me dijo:
- Sé digno de cuanto te di. Yo Te Bendigo.
- Gracias Dios, que así sea
-murmuré, incierto.
Cuando salí caminando noté que Él comenzaba a barrer la vereda, silbando una canción.
No sé por qué, pero el día parecía más nítido; todo se hacía más presente; la gente que andaba por la calle resultaba menos anónima. Antes de llegar a la esquina, no resistí la curiosidad y volví sobre mis pasos. Dios me esperaba parado, con sus dos manos apoyadas sobre el palo de la escoba.
- ¿En serio voy a ser feliz? - insistí.
- Si vos lo decidís, sí. Desde ahora mismo.
- Gracias Dios, necesitaba volver a escucharlo.
Él me guiñó el ojo.
-¿Puedo hacerte la última pregunta?
- Si
-aceptó, imperturbable.
Yo estaba muy nervioso por escuchar su contestación. Su respuesta marcaría, sin dudas, mis pasos a seguir. Me jugaba la vida en esa.
- ¿Dios, voy a ser escritor?
- No.
- dijo Él, muy convencido.
- Ya me parecía. Gracias. Chau. Nos vemos, vos mediante.
Creo que Dios sonreía mientras yo me retiraba, con las manos en los bolsillos, silbando, sin tener razón. Tal vez feliz.