martes

DICCIONARIO: Morir

Morir: (lat. mori) Dejar de vivir. Expirar, fallecer, sucumbir.

La cuadra más fría de la ciudad

Los primeros rayos de sol filtrándose por la ventana me invitaron levantarme temprano. Los días anteriores habían sido demasiado fríos como para madrugar. El rabioso viento al que ya me estaba habituando, era ahora -apenas- una inofensiva brisa tibia. Sentí alivio al no tener que cargar con pesados abrigos. Cuando terminé de tomar el tercer mate, decidí salir a caminar para aprovechar el estupendo día que venía asomando.

Anduve paralelo a los rieles del ausente tranvía. Crucé la capilla que está frente al mar, y comencé a pasear por la costa de sur a norte, mientras mis sospechas se convertían en certezas: toda la ciudad parecía estar reunida en esas cuadras sabiendo, quizá, que estaban ante un obsequio climático tan agradable como efímero.

Pensé en volver en un horario más oportuno para estar tranquilo, ya que mirando hacia los costados descubrí la presencia de un par de personas lejanas a mi simpatía, pero ya era demasiado tarde: me saludaban con señas mientras se dirigían hacia mí.

Un amigo mío dice siempre que en esos casos es cuando uno debe ser consecuente con lo que piensa y manifestar de un modo inequívoco su desagrado, logrando así no tener que volver a pasar momentos fingiendo estar interesado en charlas en donde sólo se dice: "Si vos escribís, te tendría que relatar mi vida para que hagas un libro".

La persona que se dirigía hacia mí por el boulevard, también pertenecía a esa estirpe de autoproclamados protagonistas de "best-seller" y venía en compañía de una muchacha con quien yo había tenido un olvidable romance de dos horas; tiempo suficiente para comprobar que a veces la naturaleza falla en cuanto al reparto y distribución de inteligencia. Esta dama era alguien capaz de realizar tres desafortunados comentarios en la misma frase; estaba dotada - también- para que de su boca brotaran todo tipo de conceptos erróneos y de entusiastas frivolidades. Bah, para decirlo sin eufemismos: era una mujer estúpida.

Y ahí estaba yo, nuevamente conversando sobre temas sin importancia cuando a uno de mis dos acompañantes se le ocurrió la inapropiada idea de ir a desayunar. Juro que iba a decir que no justo cuando un bestial quejido de ultratumba proveniente de mi estómago me sugirió que tal vez no estaba tan mal la idea de incorporar algunas medialunas. Así pues, nos dirigimos hacia el café que queda en la cuadra más fría de la ciudad (se la denomina de esa manera ya que la ubicación de los frondosos y longevos árboles, y de los edificios lindantes no permiten el paso de los rayos del sol en ningún momento del día). En el camino me reproché en silencio por haber aceptado la invitación. Después me lo volvería a reprochar.

Mientras desayunábamos me hablaban (vaya a saber sobre qué tema), y yo respondía con movimientos de cabeza, mitad porque no quería darles conversación, mitad porque estaba concentrado en la depredación y exterminio de las medialunas. Hasta que ocurrió: una pareja de viejitos que estaba justo delante mío se levantó para irse, dejándome libre el campo visual hacia la mesa del fondo y ahí, ante mis ojos, encontré lo que al instante me provocó la muerte.

Era Ella, ella junto a un hombre que la tenía abrazada mientras le daba un beso. Yo hubiera querido gritar, llorar, pegarle una trompada, decirle que la amaba desde siempre y para siempre, decirle que por ella escribía, que por ella vivía, pero me morí; contra mi propia voluntad, morí. La malhadada comitiva que me secundaba no se percató de mi defunción. Y yo seguía ahí, muerto, estático, ausente, con un pedazo de medialuna en la mano, con la vista fija en la mesa de ellos, que ahora se paraban y se iban juntos...

Dejé de verlos, dejé de ver el café, y me vi en la cuna con mi mamá cantándome una canción que ahora la recordaba perfecta; me vi saliendo de la escuela y mis abuelos esperándome para llevarme a su casa y hacerme tostadas con ese olor que nunca más volví a sentir, me vi llorando, riendo. Me vi con ella, me vi feliz. Luego todo comenzó a desfigurarse hasta desaparecer. Otra vez me vi en el café, quieto, frío, inexpresivo, hasta que poco a poco comencé a escuchar los ruidos del ambiente (como si fueran subiendo el volumen paulatinamente), volví a mover los ojos y abrí las manos que tenía cerradas y apretadas, y con disimulo sequé mis lágrimas. Mi corazón regresaba a latir a su ritmo habitual. Entonces me paré, saludé con un gesto y me fui. Apenas si noté que el viento había comenzado a soplar, ensañado, desde el oeste.

Desde aquel día jamás volví a ser el que era. Mi corazón quedó entumecido, indiferente. En mi mirada se marcó para siempre el reflejo de la muerte. Con el correr del tiempo aprendí a sobrellevar esta vida póstuma. He vuelto -tal vez por dignidad- mirar a los ojos.

Y -por supuesto- jamás volví a pisar, siquiera, la acera de la cuadra más fría de la ciudad.

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