
“…escribo para morir un poco menos,
para fijar residencia en el recuerdo.”
Julio Alfonso
EL ALMANAQUE
La tarde fresca, amnistía concedida por el día después de una
mañana nublada y pegajosa, nos encontró intentando prorrogarnos en un bar.
“Hagamos algo que valga la pena, algo que justifique las horas invertidas hasta acá. No puede ser que se nos pase el tiempo y no encontremos la manera de no morir”, dijo repentinamente el Negro, interrumpiendo una discusión futbolera. Lo miramos y al instante entendimos que hablaba en serio.
- Si… bueno, pero ¿qué puede ser? -indagó Franco, con el anhelo de una respuesta con rumor a trascendencia. El mozo nos destapó una nueva cerveza y se retiró.
- Miren para allá -invitó el Negro, señalando la ventana del café.
Nuestras cabezas y cuerpos (en ese orden) giraron en la dirección que la mano indicaba, buscando el habitual encuentro con el contorno de alguna mujer de esas que solían pasar por la vereda de Irigoyen.
- ¿Cuál? – pregunté, porque no me decidía entre la pelirroja con tacos (una piromaniaca) y la morocha que venía de frente, a la que sólo le faltaba un cartel que invitara a cercenarla.
- Allá, en la plaza, cruzando Mitre.
- Yo no veo nada más que gente y un carro pochoclero– dijo Franco y se acomodó en la silla.
Como yo tampoco veía (salvo esas mujeres) otra cosa que valiera la pena la estirada de cuello, preferí ahorrarme el azufre y me senté. El Negro se quedó mirando y no movió la cabeza ni cuando se le volcó el chop de cerveza sobre mis notas y borradores.
-¿Qué hay detrás del carro de pochoclos? –preguntó en un murmullo el Negro, tal vez tratando de hacernos arribar a su idea. Creí que se refería a una historia oculta del señor del carrito, misteriosamente vestido de blanco.
-¿Lo conocés de algún lado? – arriesgué evitando una broma fácil, por si acaso se trataba de algún actor en desgracia, un ex jugador de fútbol o un escritor venido a menos que él admiraba.
- No, no. Miren bien: está el pochoclero, el cartel que prohíbe las bicicletas, atrás hay un árbol, un farol y…
- Un banco de cemento– completó de memoria Franco.
- ¿No son de madera esos banquitos? – traté de recordar, gobernado por la holgazanería que me impedía volver a levantarme para mirar.
- No importa el material. Lo que importa es que ese banco es uno de los Bancos del Tiempo; enfrente está el otro.
-Habría que pedirles un crédito – dijo Franco, en un buen arranque.
Yo me reí. El Negro seguía en lo suyo.
- Bueno, entre esos dos bancos está el almanaque municipal, justo frente a la puerta principal de la Catedral.
- ¿Almanaque municipal? –pregunté desorientado.
- No parecés marplatense. – afirmó el Negro, y siguió – Fijate que en la plaza, entre los dos bancos hay una loma grande rodeada de flores. Los empleados municipales escriben ahí diariamente la fecha, con mes y año, usando unos moldes de hierro que rellenan con piedras de color. Con la Flaca nos sacábamos una foto ahí cada vez que cumplíamos un nuevo mes de noviazgo, todos los días seis… todavía tengo las fotos guardadas…
Creímos que el Negro seguiría hablando, pero el recuerdo de su ex novia, (ese final extraño) lo dejó silente.
- Si vos querés – habló Franco, entendiendo que el Negro quería hacer algo con ese impune calendario a la intemperie-, agarramos un par de palas y tapamos el almanaque con tierra, o, mejor, podemos tirarle arriba el Citröen que tengo en el fondo de la casa de mi vieja, que ya lo tuve dos meses en la vereda y nadie se lo quiso llevar. Se lo plantamos ahí…
- No creo que eso justifique nuestras horas
– interrumpí- pero no estaría mal.
Por fin el Negro sonrió, asintiendo.
Una nueva cerveza nos acompañó mientras planeamos los pasos a seguir. El Negro sabía, por su prima que trabajaba en la municipalidad, que una cuadrilla de empleados cambiaba la fecha del almanaque a la medianoche, todos los días. Él proponía que hiciéramos el trabajo a eso de las tres de la mañana. A mi me parecía mejor hacerlo ya cerca de la mañana, para tener un poco más de público. A Franco le gustó mi propuesta, y la enriqueció diciendo que a esa hora nos podría ver el hasta el Obispo.
- Amén – dijimos a coro.
Pedimos una pizza cuando ya estaba todo organizado. Lo haríamos el viernes 20 de agosto, a las cinco de la mañana (faltaba una semana). La noche anterior Franco iba a traer al centro el Citröen a tiro con su Falcon y buscaría un lugar cercano para dejarlo estacionado hasta el día siguiente. Se nos ocurrió que no estaba de más coronar el acto prendiendo fuego la goma espuma de los asientos del cacharro.
El Negro comió una porción, escupió el carozo de una aceituna en el cenicero y se fue.
- Yo también me voy – me dijo Franco mirando su reloj- ahora a las doce repiten el partido del Barcelona.
- Esperame que termino la pizza; necesito que me acompañes – dije súbitamente.
- ¿A dónde?
- Vos aguantame un toque - le pedí, mientas el mozo traía la cuenta.
Caminamos en silencio por San Martín hacia la catedral. Estaba helando. Nos sentamos en uno de los bancos del tiempo (en el otro dormía un linyera, tapado con un cartón, y al lado un perro junto a una caja de vino volcada).
- ¿Y, qué querés?
- Ahí están –señalé a un grupo de hombres, todos vestidos con ropa de grafa, que venían caminando; uno traía una carretilla llena de cosas que de lejos no alcancé a distinguir. Los miramos mientras cambiaban la fecha. En la carretilla, que ahora estaba delante mío, había (además de un equipo completo de mate, que fue lo primero que desenfundaron) moldes de hierro, que dibujaban las distintas letras y números. Reemplazaron los moldes del viernes con los del sábado (pero sin acento), y luego cambiaron el número tres por el cuatro, decretando el comienzo de un inapelable 14 de agosto. En menos de cinco minutos se retiraron hacia la diagonal Pueyrredón, en donde siguieron tomando mate, ya apostados en un cantero.
- Che, no lo noté bien al Negro… - dijo Franco, preocupado- ¿me trajiste acá por eso?.
El linyera se incorporó de pronto, miró las pequeñas estatuas que custodian el almanaque (dos desarraigados leones), insultó entre dientes a la fauna, al gobierno, y se volvió a acostar, en un acto de protesta más breve que efectivo. Retomé la conversación.
- Si, es por eso. Se me ocurrió hacer un pequeño cambio de plan y necesito contar con vos.
Mi amigo me miraba mientras se frotaba las manos tratando de calentarlas. Escuchó con atención mi idea. No sólo le gustó, sino que inmediatamente me recordó que su tío tenía aún la herrería en la calle Necochea, lo que favorecía tanto a la parte metalúrgica como a la de la indumentaria. Antes de despedirnos coincidimos en que el Citröen debería estar estacionado sobre la calle Mitre, bien cerca de Luro, y en que yo me encargaría de hacer los llamados telefónicos.
Mientras me alejaba, escuché a Franco que me gritaba: “si ésta nos sale, escribila”.
La semana se arrastró demasiado lenta sobre las horas de los días.
Pasé por la herrería el lunes, y llamé por teléfono la noche del martes. Volví a llamar el miércoles para confirmar. También hablé con el Negro y le conté una parte de las novedades. Recién ahí me comuniqué con Franco para ultimar nuestros detalles; él pasaría por lo de su tío a cargar en el auto lo que faltaba. Sólo nos quedó reptar hasta el viernes.
El dolor de estómago -termómetro inequívoco de mi sistema nervioso- se me pasó cuando, al bajar del colectivo (viaje interminable, asiento de plástico) vi que el Citröen estaba estacionado en donde habíamos acordado. Me acerqué un poco al auto y sonreí al notar que tenía una tarjeta del estacionamiento medido pegada al parabrisas. “Está en todos los detalles” pensé, dirigiéndome hacia el Falcon, que estaba ocupando el lugar del carro pochoclero (hasta la tarde no se venden pochoclos en Mar del Plata -no es una crítica, sino una vana observación), delante de la parada de taxis.
Franco se burló al verme vestido con ropa de grafa. Le comenté mi preocupación directamente proporcional a la gran cantidad de gente en la zona. Él miró su reloj y el de la catedral. Faltaban diez minutos para el mediodía del viernes 20 de agosto.
- Lo hacemos ahora o nunca – dijo, citando el trillado mantra que nos acompañó en toda nuestra adolescencia.
- Pato o gallareta – repuse, dando la señal de comienzo (y empeorando la originalidad).
Tal vez para no ayunar de extravagancias, Franco encendió un habano, me guiñó un ojo y se fue caminando hacia el Citröen.
Del Falcon saqué una pala chica de metal y el molde del número.
Nervioso, sin mirar alrededor fui hasta el almanaque y empecé. El trabajo no resultó tan fácil como lo había visto hacer por la cuadrilla municipal (¿me faltaría el mate?). Los números pesaban mucho. Una señora quiso hablarme cuando yo estaba luchando con el dos, pero unos gritos la interrumpieron.
- ¡Fuego! ¡fuego…! – gritó también la mujer.
El humo llegó hasta mí. El número dos por fin se desplazó hacia arriba. Lo saqué. La gente trataba de acercarse al auto que ardía, lo que me permitió correr con menos nervios el cero hacia la izquierda. El sonido lejano de una sirena se mezcló con el ruido general (y con el humo). Calcé nuestro dígito metálico sin problemas, aunque noté que era un poco más chico que el otro. Fui rellenando los alrededores con las piedritas originales. La sirena se hacía cada vez más cercana.
Mientras cargaba el dos en el Falcon vi pasar, en contramano por Mitre, un auto de la policía. Cerré el baúl del coche y troté disimulando hasta la catedral, en donde me esperaba Franco.
Nos asomamos apenas desde adentro del templo. El Negro estaba ahí parado, mirando hacia todos lados, frente al almanaque, sin entender lo que sucedía pero cumpliendo lo que yo le pedí por teléfono.
Por el lado de la fuente vimos venir caminado (con la puntualidad de la muerte) a la Flaca, que llegó hasta el Negro.
Mientras las campanas de la catedral anunciaban la mitad del día, mi amigo me pedía que le cuente qué le había dicho a la Flaca cuando la llamé. Pero yo no quería hablar. Los veía ahí, quietos, mirándose las caras, con el almanaque de fondo avisando que era el viernes seis de agosto…
- Están para la foto – dijo Franco con la voz a la mitad. Y del bolsillo sacó una cámara.