lunes

Psicofango I - Mar del Plata



I

 El pasado 10 de septiembre fue la Fiesta de Presentación en sociedad de Psicofango, a las 9 de la noche en el Espacio la Bicicleta (Falucho 4466 Mar del Plata).


Ese mismo sábado por la tarde, mientras le arreglaba el inodoro a Josefa -una profesora de literatura jubilada- (quizás sea oportuno aclarar ya mismo que uno puede ser escritor, pensar y sentir como escritor, si, pero que a la hora de pagar las facturas y otros menesteres es más seguro en estos tiempos ejercer la plomería), le comenté al pasar que en algunas horas asistiría a un evento literario llamado Psicofango.

 La mujer entendió que psicofango era el problema de su inodoro y acusó a su difunto marido de haber sido él quien eligiera ese maldito artefacto sanitario que tantos problemas le causaba. Se despachó sin pausa sobre otras malas elecciones del finado hasta que encontré un hueco en su parlamento para aclarar “No Josefa, Psicofango es el nombre del encuentro de esta noche”.

 -¿Y qué es eso, qué significa? Suena raro, como la crema para las hemorroides que usaba mi marido…

- Es un grupo de artistas que...

- …o a reunión de drogadictos. No vayas si es de noche. Y si vas, tené cuidado. Ahora las cosas se degeneraron. En mi época, nene, hacíamos unas tertulias de té y poesías en el Club Pueyrredón que ni te digo. Todavía guardo algunos de mis poemas mecanografiados; ahora te los voy a traer a vos que te gusta leer.
- Mire –
intenté ponerme firme - Psicofango es… - pero no terminé la frase, mitad porque no me escuchó y se fue hacia el living, y mitad porque no sabía cómo definir Psicofango.

 -Acá están –dijo la mujer trayendo una pila de papeles amarillentos - hay poemas míos y de mis compañeras. Vas a encontrar mucha poética en estas páginas.

 - El inodoro se tapó por esto –interrumpí, entregándole un audífono empastado.

 - Ay, querido, mirá a dónde había ido a parar… -se ruborizó. El chiste fácil detonó al instante en mi cabeza: Con razón esta vieja escucha para la mierda.

 -¿No me vas conectar el lavarropas? –preguntó al ver que yo guardaba mis herramientas. "¿Para lavar el audífono?" pensé, pero no me pareció prudente decirlo.

 -Se me hizo tarde ya. El lunes vengo.

-Bueno, te espero así lees los poemas y me contás como te fue con los chicospaco… ¿así era?

-Psicofango, Josefa, Psi-co-fan-go. ¿Está abierta la puerta de abajo?

-Bajo con vos.
Nunca un ascensor tardó tanto en recorrer 15 pisos.

- Dejame que te diga que no te enganches mucho con eso de los grupitos de artistas, te lo digo yo que ya viví de todo. Para que te vaya bien tenés que tener talento, suerte y además tenés que irte. Acá no es lugar para eso. A los que les fue bien es a los que se fueron.

Mientras me pagaba seguía hablando sin parar acerca de la chatura marplatense con respecto al arte y de lo infructuoso que habían sido los intentos aislados en distintas épocas y de diversas disciplinas. Lo último que dijo en su monólogo, ya en la puerta del edificio, fue: “Mar del Plata está acostumbrada a recibir, no a generar”. Tiene razón en eso, pensé, y me fui con mi valija de herramientas en una mano y la sopapa en la otra. Faltaban un par de horas para enterarme bien de qué se trataba Psicofango.



II



Llegué al Espacio La Bicicleta pasadas las 21.00hs. Me pareció raro ver tantos autos en la cuadra, ya que no es una zona muy concurrida. Alejo Salem días atrás me había expresado su pronóstico en cuanto a la asistencia del público: ojalá que vaya alguien.

Y en lugar de alguien creo que fueron todos. Porque en verdad el salón estaba lleno de gente. Y no era gente amontonada en un establecimiento X para hacer bulto –perdón-, no; había algo compartido flotando en el aire –tampoco era humo, por aquello de Prohibido fumar etc.-, diría que se respiraba una dulce tensión, mezcla de nervios con temor y ganas silenciadas de que todo salga bien. Esa incertidumbre esperanzada de una definición por penales. Pero en este caso no había rival. El arco contrario estaba afuera, en todas partes, pero no ahí; no en esa noche de sábado con temperatura bajo cero, capaz de desmoralizar hasta al más estoico de los cuidacoches.

Todavía ingresaba gente cuando, pasadas las 22.00hs., Alejo Salem agradeció a los presentes y leyó las Instrucciones para asistir a ese tipo de reuniones (texto de Ana Luz Mazza), dando comienzo oficialmente a la Fiesta de Psicofango. También leyó –como luego hiciera durante toda la noche, breves premisas acerca de Psicofango (Postulado Nº 7: El grado de aceptación del Psicofango no depende absolutamente de nada).


Luego Salem desplegó el abanico Psicofango al presentar las fotos de Mara Sosti, el dibujo de Alejandra Constantino y la obra de Maria Alejandra Estifique. Esa brisa de arte que recorrió el lugar se acopló con la música de Leaving Moscú (banda de Rock de Mar del Plata integrada por Diego Garro, Pablo González, Andres Weiske -¿Pomelo?-, Juan Pablo Parodi, Martin Lazarte y Guillermo Marcel) que abrieron su excelente participación en el evento con el tema Shangai.


La gente seguía llegando a buen ritmo. Puedo dar fe de ello porque mi ubicación –poco estratégica, es cierto- estaba al lado de la puerta y recibía los empujones correspondientes de cada recién llegado. En tanto, frente al micrófono se sucedieron Gastón Dominguez, Alejo Salem, Carolina Bugnone y Paula Fernández Vega leyendo sus respectivos trabajos.


Pensé que con todo eso ya estaba justificada la fiesta. No exagero si digo que para mí el arte estaba sucediendo ahí, en ese momento, con la aparición de muy buenos textos y música bien lograda, separando las lecturas de manera armónica (Los chicos de Leaving Moscú tocaron a lo largo de toda la noche: Sabés, Ecos de Joshuá, Temazo, Terco y Loco, Triste despedida, Gente fría, Balada, Inocencia, Folclore e Insaciables, además de musicalizar la poesía de Alejo Salem Quémenme).

Y sin embargo todavía faltaba mucho. Porque se presentó también el Fanzine de Psicofango I, hecho cálida y generosamente por La Pequeña Editorial. Esta primera entrega –disponible a tan solo $20- contiene textos de Gabriela Cancellaro, Martín Zariello, Paula Fernández Vega, Maximiliano Provenzani, Gonzalo Viñao, Alejo Salem, Nicolás Pedretti y Carolina Bugnone. Verdaderamente un acierto, que promete para su segunda aparición, incluir los textos leídos en la Fiesta inaugural de Psicofango. Fiesta en la que también leyó Gonzalo Viñao y hasta ese exacto momento puedo certificar que entró público, porque recibí los últimos empujones mientras lo aplaudía.

Luego de una breve pausa retornó la música en vivo y se sucedieron en las lecturas, intercaladas con temas de Leaving Moscú, Lucia Giacondino, Ana Luz Mazza, Mariana Garrido, Nicolas Pedretti, Martin Zariello y Gonzalo Colantonio. Me sorprendió enterarme que Pablo Roset, Maximiliano Provenzani y Gabriela Cancellaro habían venido de Buenos Aires a presentarse al evento, dándole mayor trascendencia aun.

Lamenté en ese momento -y lo vuelvo a lamentar ahora- no haber ido preparado para tomar apuntes de cada uno de los lectores-autores porque en verdad merecerían algunos párrafos cada uno. Pero es que fui bajo la habitual premisa: expectativa cero. Y me encontré con algo grande, con mucho potencial, con talento, con humor, con ganas latentes.

Imaginé previamente acaso una reunión más de tantas, con presentaciones de egos a viva voz, llena de cuchicheos ácidos y detractores borrachos. Y fui a dar con el nacimiento de algo muy interesante de seguir. Algo que bien encausado puede hacer pie en estas costas, tan propensas a los naufragios artísticos, tan proclives a morir en las orillas.

Me fui con mucho más de lo que imaginaba llevarme. Me fui de la Fiesta de Psicofango con ganas de volver a escribir.


III


El lunes volví a lo de Josefa a conectarle el lavarropas. En el camino iba pensando en la manera de definir qué era Psicofango. Pensaba en cómo explicarle a la vieja sorda y bastante renegada que me había encontrado con un numeroso grupo de personas –en algún caso de cordura medianera- en pleno estado de ebullición artística. Un conjunto de falsos-pordioseros talentosos imposible de estereotipar. Gente particular y diversa con ganas de compartir su arte. Algo difícil de empardar.

-Acá tengo los poemas. Si querés leerlos ahora te hago un café – Ofreció Josefa cuando terminé mi trabajo.

-No, gracias. Estoy apurado. Otro día.

-¿Cómo te fue en la reunión del sábado, la de… cincopanchos era?

-Psicofango.

-Eso, si. ¿Y qué era?

-No sé porque al final no fui. Me quedé en casa. Usted tenía razón. Mar del Plata no da para nada, Josefa. Son $300.


Martin Aon.

viernes

YO, EL PEOR DE TODOS

“¿Me contradigo?...Pues bien, me contradigo.
Soy vasto. Contengo multitudes.”
Walt Whitman.

Los romanos utilizaban siete letras para expresar su sistema numérico. Del mismo modo, puedo usar los siete pecados capitales (pecados de los que soy un fervoroso usuario) para expresar mi autodefinición.

Es ahora la hora de admitirlo: soy mi peor invento.

Me solazo jugando a ser muchos distintos para no tener que responder por ninguno de ellos. Presento al embelesador, que oculta al embelecador. Improviso a un eximio, merecedor de un exilio. Expongo al jacarandoso, pero asoma el jactancioso. Soy -usando un título de Salem- mi mejor Contradicción.

Descreo de todo menos de mi certeza absoluta en la inexistencia de certezas absolutas. Desdeño lo que enseño; aprendí de mí a hacerlo.

Aseguro que nadie me ha visto nunca. Han visto, en cambio, a algunos de los que digo ser. Me place -no lo niego- ser todos los que creé (y no me los creo).

Soy inoportuno e intangible como un fantasma; poco comprador e inconstante como un duende venido a menos; literalmente fantástico, como un dragón en desgracia.

Soy el menos indicado y el más señalado; el que ama y hiere; el que no deja rastros sino cicatrices. Soy el delicioso imperdonable; el que llora en público y ríe en privado; el que otorga cuando habla y el que calla al recibir (y el que da para que tengas).

Soy un vampiro con crucifijo; un escocés con bermudas; un obispo con esposa. Soy el que se excede en excusas y carece de motivos; el umbral previsible de mi propia conformidad.

Soy el locuaz más silente; el juglar de entrecasa; el Ulises de jardín. Soy el pecador inconfeso; el casto mujeriego: el hereje que ríe en la pira. Soy el soez refinado, el de las lágrimas de reptil; el de la risa socarrona.

Soy uno de los sospechosos de siempre, de los intocables, de los perros de la calle. Soy - también- el bueno de una mala película; el polizón de la vida, el prorrogado; el que pide moratorias para jamás cumplirlas; el desertor de causas nobles.

Soy el sujeto mal predicado; el de adjetivos circunstanciales; el de pretéritos imperfectos. Soy el de lengua literaria y literatura charlatana; el de verbos inconjugables: el de presentes más bien tácitos.

Soy el que sueña con estar entre los primeros, pero tiene debilidad por los cuartos. Soy al que se le hirvió el agua para el mate; la bola ocho entrando primero; el cuatro de copas de mano. Soy el más tramposo de los leales.

Soy el que le puso la tapa a Pandora; Sansón con caspa. Soy por quién Cortéz no hubiera quemado ni una canoa. Soy un denario falso; un paraguas en Sodoma; la toalla de Pilatos; una herradura en Troya. Soy Rómulo alérgico a los lácteos.

Soy el que nadie quiere como yerno y el que algunas desean en su almohada; el que habla con rodeos acerca del grano. Soy el infame, el canalla, el bueno, el último..., y el que menos; el que se emociona sin causa, y el inconmovible.

Soy quien aspira a ser más besado que la sortija papal, la camiseta de la selección o que mi primera novia.

También sé -lo admito- que tengo un lado malo. Pero de eso han de encargarse mis detractores. Yo prefiero seguir pensando en los que soy, además de ser el más analfabeto de todos los que escriben.

domingo

PALABRAS SECAS, SILENCIOS HÚMEDOS


A ninguno de los tres se nos ocurría nada realmente trascendente. Nos habíamos propuesto realizar actos que valieran la pena, que nos prolonguen un poco la vida, al menos en el recuerdo (ya que, después de noches y noches de debates infructuosos, terminamos por aceptar nuestra irrevocable mortalidad).

Esa tarde yo sugerí -sin énfasis- festejarle el cumpleaños a Franela, el cuida coches de la calle 25 de Mayo, que tanto nos hacía reír con sus chistes sobre los políticos cada vez que íbamos a buscar al Negro a la Biblioteca, ese extraño templo de libros y silencio en el que nuestro ilustre amigo trabajaba (sacando fotocopias).

Mientras tomábamos nuestro café de los viernes, Franco propuso hacer explotar una de las manzanas que está frente a la plaza Colón. El objetivo no era el de recuperar un espacio verde y hacer un paseo, como en la manzana 115, sino el de vengarse de una mujer (la Rusita) que lo abandonó, 10 años atrás, en pleno viaje de egresados. En verdad Franco dudaba si ella aún vivía ahí, pero nos explicó que se podría hacer un derribamiento preventivo...

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lunes

PEQUEÑOS ACTOS PARA MORIR UN POCO MENOS


“…escribo para morir un poco menos,
para fijar residencia en el recuerdo.”
Julio Alfonso
EL ALMANAQUE


La tarde fresca, amnistía concedida por el día después de una
mañana nublada y pegajosa, nos encontró intentando prorrogarnos en un bar.

“Hagamos algo que valga la pena, algo que justifique las horas invertidas hasta acá. No puede ser que se nos pase el tiempo y no encontremos la manera de no morir”, dijo repentinamente el Negro, interrumpiendo una discusión futbolera. Lo miramos y al instante entendimos que hablaba en serio.

- Si… bueno, pero ¿qué puede ser? -indagó Franco, con el anhelo de una respuesta con rumor a trascendencia. El mozo nos destapó una nueva cerveza y se retiró.

- Miren para allá -invitó el Negro, señalando la ventana del café.

Nuestras cabezas y cuerpos (en ese orden) giraron en la dirección que la mano indicaba, buscando el habitual encuentro con el contorno de alguna mujer de esas que solían pasar por la vereda de Irigoyen.

- ¿Cuál? – pregunté, porque no me decidía entre la pelirroja con tacos (una piromaniaca) y la morocha que venía de frente, a la que sólo le faltaba un cartel que invitara a cercenarla.

- Allá, en la plaza, cruzando Mitre.

- Yo no veo nada más que gente y un carro pochoclero– dijo Franco y se acomodó en la silla.

Como yo tampoco veía (salvo esas mujeres) otra cosa que valiera la pena la estirada de cuello, preferí ahorrarme el azufre y me senté. El Negro se quedó mirando y no movió la cabeza ni cuando se le volcó el chop de cerveza sobre mis notas y borradores.

-¿Qué hay detrás del carro de pochoclos? –preguntó en un murmullo el Negro, tal vez tratando de hacernos arribar a su idea. Creí que se refería a una historia oculta del señor del carrito, misteriosamente vestido de blanco.

-¿Lo conocés de algún lado? – arriesgué evitando una broma fácil, por si acaso se trataba de algún actor en desgracia, un ex jugador de fútbol o un escritor venido a menos que él admiraba.

- No, no. Miren bien: está el pochoclero, el cartel que prohíbe las bicicletas, atrás hay un árbol, un farol y…

- Un banco de cemento– completó de memoria Franco.

- ¿No son de madera esos banquitos? – traté de recordar, gobernado por la holgazanería que me impedía volver a levantarme para mirar.

- No importa el material. Lo que importa es que ese banco es uno de los Bancos del Tiempo; enfrente está el otro.

-Habría que pedirles un crédito – dijo Franco, en un buen arranque.

Yo me reí. El Negro seguía en lo suyo.

- Bueno, entre esos dos bancos está el almanaque municipal, justo frente a la puerta principal de la Catedral.

- ¿Almanaque municipal? –pregunté desorientado.

- No parecés marplatense. – afirmó el Negro, y siguió – Fijate que en la plaza, entre los dos bancos hay una loma grande rodeada de flores. Los empleados municipales escriben ahí diariamente la fecha, con mes y año, usando unos moldes de hierro que rellenan con piedras de color. Con la Flaca nos sacábamos una foto ahí cada vez que cumplíamos un nuevo mes de noviazgo, todos los días seis… todavía tengo las fotos guardadas…

Creímos que el Negro seguiría hablando, pero el recuerdo de su ex novia, (ese final extraño) lo dejó silente.

- Si vos querés – habló Franco, entendiendo que el Negro quería hacer algo con ese impune calendario a la intemperie-, agarramos un par de palas y tapamos el almanaque con tierra, o, mejor, podemos tirarle arriba el Citröen que tengo en el fondo de la casa de mi vieja, que ya lo tuve dos meses en la vereda y nadie se lo quiso llevar. Se lo plantamos ahí…

- No creo que eso justifique nuestras horas
– interrumpí- pero no estaría mal.

Por fin el Negro sonrió, asintiendo.

Una nueva cerveza nos acompañó mientras planeamos los pasos a seguir. El Negro sabía, por su prima que trabajaba en la municipalidad, que una cuadrilla de empleados cambiaba la fecha del almanaque a la medianoche, todos los días. Él proponía que hiciéramos el trabajo a eso de las tres de la mañana. A mi me parecía mejor hacerlo ya cerca de la mañana, para tener un poco más de público. A Franco le gustó mi propuesta, y la enriqueció diciendo que a esa hora nos podría ver el hasta el Obispo.

- Amén – dijimos a coro.

Pedimos una pizza cuando ya estaba todo organizado. Lo haríamos el viernes 20 de agosto, a las cinco de la mañana (faltaba una semana). La noche anterior Franco iba a traer al centro el Citröen a tiro con su Falcon y buscaría un lugar cercano para dejarlo estacionado hasta el día siguiente. Se nos ocurrió que no estaba de más coronar el acto prendiendo fuego la goma espuma de los asientos del cacharro.

El Negro comió una porción, escupió el carozo de una aceituna en el cenicero y se fue.

- Yo también me voy – me dijo Franco mirando su reloj- ahora a las doce repiten el partido del Barcelona.

- Esperame que termino la pizza; necesito que me acompañes – dije súbitamente.

- ¿A dónde?

- Vos aguantame un toque - le pedí, mientas el mozo traía la cuenta.

Caminamos en silencio por San Martín hacia la catedral. Estaba helando. Nos sentamos en uno de los bancos del tiempo (en el otro dormía un linyera, tapado con un cartón, y al lado un perro junto a una caja de vino volcada).

- ¿Y, qué querés?

- Ahí están –señalé a un grupo de hombres, todos vestidos con ropa de grafa, que venían caminando; uno traía una carretilla llena de cosas que de lejos no alcancé a distinguir. Los miramos mientras cambiaban la fecha. En la carretilla, que ahora estaba delante mío, había (además de un equipo completo de mate, que fue lo primero que desenfundaron) moldes de hierro, que dibujaban las distintas letras y números. Reemplazaron los moldes del viernes con los del sábado (pero sin acento), y luego cambiaron el número tres por el cuatro, decretando el comienzo de un inapelable 14 de agosto. En menos de cinco minutos se retiraron hacia la diagonal Pueyrredón, en donde siguieron tomando mate, ya apostados en un cantero.

- Che, no lo noté bien al Negro… - dijo Franco, preocupado- ¿me trajiste acá por eso?.

El linyera se incorporó de pronto, miró las pequeñas estatuas que custodian el almanaque (dos desarraigados leones), insultó entre dientes a la fauna, al gobierno, y se volvió a acostar, en un acto de protesta más breve que efectivo. Retomé la conversación.

- Si, es por eso. Se me ocurrió hacer un pequeño cambio de plan y necesito contar con vos.
Mi amigo me miraba mientras se frotaba las manos tratando de calentarlas. Escuchó con atención mi idea. No sólo le gustó, sino que inmediatamente me recordó que su tío tenía aún la herrería en la calle Necochea, lo que favorecía tanto a la parte metalúrgica como a la de la indumentaria. Antes de despedirnos coincidimos en que el Citröen debería estar estacionado sobre la calle Mitre, bien cerca de Luro, y en que yo me encargaría de hacer los llamados telefónicos.

Mientras me alejaba, escuché a Franco que me gritaba: “si ésta nos sale, escribila”.

La semana se arrastró demasiado lenta sobre las horas de los días.

Pasé por la herrería el lunes, y llamé por teléfono la noche del martes. Volví a llamar el miércoles para confirmar. También hablé con el Negro y le conté una parte de las novedades. Recién ahí me comuniqué con Franco para ultimar nuestros detalles; él pasaría por lo de su tío a cargar en el auto lo que faltaba. Sólo nos quedó reptar hasta el viernes.

El dolor de estómago -termómetro inequívoco de mi sistema nervioso- se me pasó cuando, al bajar del colectivo (viaje interminable, asiento de plástico) vi que el Citröen estaba estacionado en donde habíamos acordado. Me acerqué un poco al auto y sonreí al notar que tenía una tarjeta del estacionamiento medido pegada al parabrisas. “Está en todos los detalles” pensé, dirigiéndome hacia el Falcon, que estaba ocupando el lugar del carro pochoclero (hasta la tarde no se venden pochoclos en Mar del Plata -no es una crítica, sino una vana observación), delante de la parada de taxis.

Franco se burló al verme vestido con ropa de grafa. Le comenté mi preocupación directamente proporcional a la gran cantidad de gente en la zona. Él miró su reloj y el de la catedral. Faltaban diez minutos para el mediodía del viernes 20 de agosto.

- Lo hacemos ahora o nunca – dijo, citando el trillado mantra que nos acompañó en toda nuestra adolescencia.

- Pato o gallareta – repuse, dando la señal de comienzo (y empeorando la originalidad).
Tal vez para no ayunar de extravagancias, Franco encendió un habano, me guiñó un ojo y se fue caminando hacia el Citröen.

Del Falcon saqué una pala chica de metal y el molde del número.

Nervioso, sin mirar alrededor fui hasta el almanaque y empecé. El trabajo no resultó tan fácil como lo había visto hacer por la cuadrilla municipal (¿me faltaría el mate?). Los números pesaban mucho. Una señora quiso hablarme cuando yo estaba luchando con el dos, pero unos gritos la interrumpieron.

- ¡Fuego! ¡fuego…! – gritó también la mujer.

El humo llegó hasta mí. El número dos por fin se desplazó hacia arriba. Lo saqué. La gente trataba de acercarse al auto que ardía, lo que me permitió correr con menos nervios el cero hacia la izquierda. El sonido lejano de una sirena se mezcló con el ruido general (y con el humo). Calcé nuestro dígito metálico sin problemas, aunque noté que era un poco más chico que el otro. Fui rellenando los alrededores con las piedritas originales. La sirena se hacía cada vez más cercana.

Mientras cargaba el dos en el Falcon vi pasar, en contramano por Mitre, un auto de la policía. Cerré el baúl del coche y troté disimulando hasta la catedral, en donde me esperaba Franco.
Nos asomamos apenas desde adentro del templo. El Negro estaba ahí parado, mirando hacia todos lados, frente al almanaque, sin entender lo que sucedía pero cumpliendo lo que yo le pedí por teléfono.

Por el lado de la fuente vimos venir caminado (con la puntualidad de la muerte) a la Flaca, que llegó hasta el Negro.

Mientras las campanas de la catedral anunciaban la mitad del día, mi amigo me pedía que le cuente qué le había dicho a la Flaca cuando la llamé. Pero yo no quería hablar. Los veía ahí, quietos, mirándose las caras, con el almanaque de fondo avisando que era el viernes seis de agosto…

- Están para la foto – dijo Franco con la voz a la mitad. Y del bolsillo sacó una cámara.


jueves

LLUEVE Y NO ESTAMOS (poesía por defecto) - ALEJO SALEM

“Llueve a hachazos, como en El bar Unión
pero yo no estoy solo ni acompañado
y vos no estás alegre ni triste.
Llueve y no estamos.”

Parado en el hall de entrada, vestido con jeans y remera de Los Simpsons, Alejo Salem miraba (lo cito) “con calma bovina” a través del vidrio a los muchachos que trabajaban afuera, esperando que se abra la Sala A como si lo que estaba por venir, como si lo que sucedería una hora después no tuviera que ver con él.
Conozco a Salem hace 17 años y juro que jamás sospeché encontrarlo ese día con tanta tranquilidad. Claro, olvidé que Alejo Salem, quien desde la contratapa de su libro se define como “Cultor de una efímera vocación de servicio, acreedor de pordioseros y escritor de puertas de baños, oculta con dificultad su pasado de niño bien. Más propenso a la vagancia vana que el ocio creativo…” es impredecible.

“algunas calmas
prometen más temores
que las tormentas”
Haiku V

Un rato antes, cuando llegué, recibí un “No se puede pasar, esto está cerrado” de parte de un tipo que portaba un soplete en una mano y un cigarrillo en la otra. Lindo encendedor, pensé, parado en la vereda de la Biblioteca Pública Municipal, el sábado siete de mayo a las cinco de la tarde.

Mi memoria suele estar habitada por pantanos de nombres y fechas y por baches sin fondo de tiempo, pero estaba seguro que esta vez no me equivocaba. Y si bien es cierto que en mi vida el siete de mayo permanecía vacante de recuerdos, no es menos cierto que desde algunos días atrás ya tenía asignada al menos dos hechos importantes; esto es: al séptimo día del quinto mes correspondía el nacimiento del papá de mi Amigo, Cronista y Maestro Juan Pablo Neyret (el mismo que me informó -en su innata condición de docente- que su padre compartía fecha de origen con Evita); y el segundo hecho importante (no se trata de jerarquizarlos; cada uno es significativo por si mismo) era - desde ahí y para siempre- la presentación del primer libro de mi amigo y colega Alejo Salem “LLUEVE Y NO ESTAMOS (poesía por defecto)”.

Mientras los tipos seguían poniendo membrana al piso de la entrada del Centro Cultural Juan Martín de Pueyrredón, cosa que dicha así suena rara, tan rara como que los empleados municipales trabajen un sábado a la tarde (luego comprobé mediante algunas preguntas de rigor que no eran empleados municipales sino contratados, lo que me devolvió la fe en la vida y la tranquilidad de saber que todo estaba en su lugar) encontré un cartel escrito con lapicera que decía: “Entrada por la rampa. Disculpe las molestias” junto a una flecha que señalaba hacia la avenida Independencia. Ahí fui, intuyendo que encontraría a Salem con un mal humor de colección. Y, como dije, me equivoqué.

“¿Dónde está la poesía ahora
que no sé qué hacer
con todo este amor de puta,
ahora que sos la perra en celo
que se adueña de la noche?”

-¿Vino alguien? -quiso saber Salem, unos minutos antes de que empezara Su Evento.
- Si. Vino tu tía pero ya se fue -respondí.
- ¿Estás nervioso? – algo le tenía que preguntar.
- Yo siento que cumplí conmigo. Ya no depende de mí -dijo.

Y vaya si cumplió. Meses atrás, mientras me contaba como “el libro se iba armando solo” y sumergía una medialuna en el café con leche hasta ahogarla, me soltó a quemarropas: “voy a editar el libro sin editorial; quiero hacer algo completamente independiente”. Demoré media hora en tomar mi café porque no pude mover mi cara durante el tiempo en el que él enumeraba sus razones con la calma de quien confía en sus certezas, con una certidumbre hija de la confianza en sus propias ideas.

Vaya si cumplió, murmuré, caminando por Sala, que estaba casi llena pese a que los arreglos en el exterior del edificio dificultaban notoriamente el ingreso del público. Abelardo Castillo cita a Heine cuando dice que “…las grandes catedrales fueron hechas porque los hombres que las construyeron no tenían opiniones, sino convicciones”. Recordé eso cuando Alejo Salem subió al escenario -el autor del libro que yo tenía en mi mano, el autor de sus propias catedrales- y los aplausos salían de todas partes.

Verte es el hartazgo del mejor de mis vicios
y cavarle una tumba al peor de mis días.
Es llenar mis pulmones con jirafas que corren
agregar mi cabeza a tu lista de precios,
y notar que hace horas
siguen siendo las tres.

El encargado de presentar Llueve y no estamos (poesía por defecto) fue también quien escribió el prólogo: el recordado Julio Alfonso (escritor, autor teatral, guionista radial, redactor publicitario, músico, director de talleres literarios y de cursos de guionistas y creador de revistas y periódicos barriales).

Como público, aseguro haber asistido a una charla de amigos, a una atrapante conversación íntima con mate y todo, en donde Salem contó con sencillez su manera de llegar la poesía, valiéndose –por ejemplo- no de un dolor cercano (mecanismo harto común entre poetas de supermercado, esto lo digo yo) sino del recuerdo de un dolor, de una pérdida y/o de una ausencia, marcando esa distancia como premisa necesaria en su proceso de escritura.
“…de todos los aspirantes a escritores que asistieron a mis talleres –habla Julio Alfonso-, Alejo es el que más sabe de sí, como, por ejemplo, que nació para ejercer la escritura. Todo aquello que hace cuando no escribe, son pausas para sobrevivir durante la espera, bostezos dignos.”



Salem cuenta acerca de su búsqueda incansable de la palabra justa, esa que corone el verso, que redondee la oración o que, si es el caso, la detone. Y Julio Alfonso al prologarlo dice: “La palabra empleada por Alejo, se transforma, late, sangra, pero sin esperanza de cicatrizar, cosa que no le importa mucho, porque él no desconoce que debajo de una cicatriz, hay archivos arcanos que nadie se atreve a destapar y alguien debe hacerlo.”

“Despertarás remota un día de estos
con el futuro tomado de los pelos
y la ilusión de hacer otro camino.
Ya no podré tenerte con promesas
Ni esperaré despierto que regreses
Ni volverás corriendo a despertarme.”

Con Alejo Salem editamos (?) el sitio web del Concepto DFyD. Nuestra existencia en Internet nos permitió conocer a un talentoso artista marplatense: Fabio Morasso, escritor –autor de cinco libros- publicista, artista plástico, conductor radial, creador de distintos espacios literarios. Fabio, mezcla de José Sacristán y Hugo Varela, favorecido con el don de la oratoria, nos dijo una vez que “la buena poesía es aquella que puede ser leída en voz alta sin sentir vergüenza, la que se puede decir".



Morasso fue a la Biblioteca a confirmar sus dichos cuando, con una voz que no pide permiso para impresionar, y acompañado por Andrés Weiske en guitarra –músico del grupo “Gringos”-, recitó dos poesías de Alejo, generando un clima excepcional.

A la atmósfera de calidez se le agregó la brillante participación de Esteban Cuello (otro músico y poeta) acompañado por Leonardo y Mauricio que interpretaron tres canciones hechas con poemas de Salem.

Y finalmente, fue el público el que habló con el autor. Cuando a Salem le preguntaron por la poesía que él leía, respondió que a veces no dependía de la poesía, sino del tiempo en el que uno la lee, y contó que leyó un libro de Jorge Dorio (La mujer pez) una vez sin hallar ningún efecto en esa lectura y que volvió a toparse con el libro diez años después, encontrándole, ahí si, matices diferentes, “sintiendo” esa poesía.
Otro de los concurrentes quiso saber algo más sobre el libro en su contenido y Salem contó que fue escribiendo sin orden pre-establecido hasta conformar el libro que, mirado en su totalidad, cuenta también una historia. La última pregunta estaba dirigida a conocer qué esperaba Alejo de su propio libro. El autor dijo que su trabajo había sido hecho con gusto y con esmero y que –como me dijo a mí antes de empezar la presentación- ahora lo que sucediera no dependía de él.

“Oído atento
mi corazón retumba
con tu regreso.”
Haiku III

Por supuesto, a la salida de la presentación Alejo firmó y dedicó los ejemplares de su libro. Y esa es la última imagen que me quedó del siete de mayo. Imagen que se suma también a las que él propone.
Si no lo mencioné antes es hora de decirlo: Llueve y no estamos… es el resultado acabado del trabajo de un autor que no se conforma con lo que se le ocurre, de un autor que va a buscar las palabras hasta donde haga falta ir, que las trabaja hasta que las hace decir y mostrar. Alejo Salem es poesía e imagen; es, aunque no lo sepa (sé que no lo sabe – y certifico su inocencia -) culpable de generar esas imágenes que uno se lleva consigo una vez cerrado el libro.
Imágenes capaces de ocupar cualquier vacante en el recuerdo.

“Yo, mi acusado,
me condeno a dormir,
a reparar los daños en un sueño
o a dañarme, soñando sin reparos
que corro
y que me alcanzan mis miserias.”
Martín Aon
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Crónica publicada en mayo de 2005
en el semanario
NOTICIAS & PROTAGONISTAS
de la ciudad de Mar del Plata.

domingo

LA SOLEDAD - Última parte


LA SOLEDAD

ÚLTIMA PARTE

-La soledad es curable- dijo, y todos se callaron al mismo tiempo. Rápidamente le pasaron el micrófono.

-La soledad es curable... y yo trabajo para eso.

-Debe ser psicóloga- dijo Gustavo Lapolla en voz baja.

-O monja- Sugirió Salem.

-Para mi que es una prostituta - arriesgó Capazzo- y le voy a dar su ración.

-Aflojen, muchachos- intervino Aon-, es sólo una resentida encubierta-. La mujer siguió hablando:

-Yo soy la presidente del círculo de "Solos y Solas". Trabajamos ahí, para hacer desaparecer la soledad. Organizamos salidas, reuniones, y hasta tenemos un boliche bailable.

-Se, se, yo lo conozco, se llama" Mal acompañado". Queda frente a la catedral- aseguró Carmelo Capazzo, con cara de detective sin caso.

-No idiota, eso es un cabaret- lo corrigió Salem.

-Siga por favor- la convidó Lapolla- no le haga caso a estos tarados.

La dama concluyó diciendo:

-...cada unión, cada acierto es un paso más hacia el final de nuestra actividad. Esa es nuestra paradoja.

De pronto, el respetuoso silencio que reinaba en la sala se vio profanado.

-Ustedes roban con la desgracia del otro- gritó uno desde el fondo- Yo conocí a una mina ahí, y a los días me dejó. Son una farsa. La estúpida dijo que no le gustaba mi olor a pata, ni mis ruidos, ni que yo dejara la dentadura en un vaso para que no se me empaste cuando como el puré. Ustedes son unos cínicos.

-Bueno, bueno, calmémonos todos- pedía Aon, viendo que empezaban todos a gritar al mismo tiempo.

-¿Y cuándo viene la Sole?- preguntó el de barba, con una caja de vino en la mano.

Pasó un largo rato hasta que todos se calmaron. Finalmente, alguien habló:

-¿Puedo decir algo?- preguntó un flaco alto de lentes grandes. Como el muchacho parecía nervioso, Martín Aon pidió silencio, y le dijo que hablara tranquilo, que todos lo escuchaban.

-Bueno, gracias. Ehh, yo pienso que la soledad es algo más grande y más complejo que un grupo de gente contando sus penas. Yo no creo, con todo respeto, que se cure bailando ni hablando con personas desconocidas pero unidas por el nombre de la entidad que los congrega. La soledad, me parece, es algo mucho más profundo, más serio; es algo muy real.

-Como el envido- soltó Salem.

-Buenísimo- lo felicitó Capazzo, y chocó su mano contra la de él. Nadie se rió. El flaco alto se dio vuelta y se fue hacia el fondo.

El clima estaba muy tenso. Muy tenso. El Licenciado Gustavo Lapolla informó que había llegado la última parte de la charla, y que el público podía preguntar lo que quisiera. Salem fue el primero:

-¡Después de acá, a donde vamos?

-A "Mal Acompañado"- propuso Capazzo.

Lapolla los fusiló con la mirada, es decir, con su media mirada, y le hizo señas disimuladas a Martín Aon, avisándole que se le había bajado el cierre de su pantalón. Aon asintió con la cabeza, le guiñó un ojo...y lo dejó como estaba. Alejo Salem, que se quería ir, tosió, escupió y luego se dirigió a la concurrencia:

-Bueno...a ver...¿qué quieren?

Las preguntas llovieron todas juntas: ¿La soledad se cura o no? ¿Hay que suicidarse? ¿Se puede manipular ese estado? ¿Es un sentimiento? ¿Se puede sacar provecho para la creación artística? ¿che, quién se cagó? ¿Es o no es bueno que el hombre está solo? ¿Existe la no-soledad? ¿Es un estado? ¿Una actitud? ¿Un concepto? ¿Y Dios, qué onda? ¿Soledad es sinónimo de tristeza? ¿Adónde hay un quiosco?

La morocha de la primera fila fue la que formuló la pregunta que acabaría con la reunión: ¿Ustedes cuatro, son casados?

Tumulto arriba y abajo del escenario.

No vale la pena narrar los pormenores del final de la charla debate, que, para muchos, fue una pérdida de tiempo. Pero que para los cuatro oradores no lo fue, aunque por diversos motivos.

Carmelo Capazzo dijo que la charla fue ideal para capturar a la morocha que le gustaba a Aon, y así vengar un antiguo pleito de polleras.

Alejo Salem se manifestó satisfecho con los resultados, mientras que explicaba, sin ahorrar señas, su encuentro con la rubia tetona.

El licenciado Gustavo Lapolla expresó que, en realidad, los resultados dependían de la mirada con que se los enfoque, mientras seguía poniéndose hielo en un ojo y pasándose un anillo de oro frotado por el otro, para curar un orzuelo que venía asomando.

Para Martín Aon, el balance fue positivo: aprovechó para llenar la solicitud e ingresar al círculo de Solos Y Solas, lugar del que -según afirman- no egresará jamás.

No obstante las diferencias, todos coincidieron en citar la frase que alguna vez acuñara la Licenciada Barquín, intentando rechazar con elegancia a un candidato demasiado insistente: "...Para nosotros, la soledad, es el perfume de nuestra esencia..."



viernes

LA SOLEDAD - Segunda parte

LA SOLEDAD

SEGUNDA PARTE

...Los espectadores no sabían si era en serio o no lo que estaban viendo, hasta que Lapolla -elocuente- luego de escupir a un costado, arrancó:

-El miedo a la soledad nos lleva, a veces, a cometer atrocidades. Conozco gente que se ha casado más por temor a quedarse solo, que por amor...

Ahora, por fin, todos estaban en silencio. Lapolla siguió:

-...un buen día de sus opacas vidas, descubren que se sienten mal, tristes, angustiados, incomprendidos -dijo, y mirando fijo a la pelirroja de remera ajustada de la segunda fila, preguntó:

-...¿y saben qué descubren?

-Ayyy-
gritó Salem, que se estaba sacando la cera de la oreja con la llave de su auto. Se ve que le dolió.

-Perdón, perdón. Sigan nomás- e hizo un gesto con la mano, como un referí.

-¿Y que descubren?- repreguntó Gustavo Lapolla, de manera retórica, para seguir diciendo:- se dan cuenta que se sienten solos, miserablemente solos, pese a estar acompañados, y hasta casados en algunos casos.

Martín Aon, sabía que era su turno para hablar; del bolsillo interior de su saco negro, sacó una petaca plateada, y tras darse valor con tres tragos cortos, empezó su parlamento:

-Lo peor que puede ocurrirnos no es que nos quedemos solos. La peor noticia de todas es que no aguantemos estar con nosotros mismos.

Notó que las mujeres asentían con sus cabezas. Eso lo alentó a seguir más allá aun:

-El punto que cada uno debería analizar con detenimiento, es ese: saber que es lo que tanto nos molesta de nuestras propias personas.- mientras decía esto, miraba fijo a una morocha obsecuente de labios gruesos, que desde la primera fila le guiñaba un ojo.

-Tendríamos que intentar- quiso seguir, pero un eructo memorable tronó en el salón de actos.

-Perdón- dijo Salem, levantando una mano- es que comí morrón y lo repito.

-Me toca a mí-exclamó de pronto Carmelo Capazzo, que se estaba quedando dormido. Con su meñique derecho se quitó una lagaña en forma de arroz, y arremetió con todo:

-Si lo pensamos bien, notaremos que muchas actividades se realizan en soledad, y no necesitan de nadie más para concretarlas felizmente.

A la mitad de un sonoro bostezo, Gustavo Lapolla se creyó en el caso de intervenir, mientras que con una mano sostenía contra su ojo una improvisada bolsa de hielo que le acercó el portero a cambio de una propina.

-Para pensar, leer, soñar, rezar, no nos hace falta más que nosotros mismos.

-Para dormir, crear- agregó Capazzo, sumándose.

-¿Procrear?- preguntó Salem, que no escuchó bien, mitad porque seguía con la llave en la oreja, mitad porque se había bajado del escenario para pedirle el número de teléfono a una rubia de minifaldas y botas largas, que lo tenía como en celo.

-¡Crear!- enfatizó Capazzo.

Aon aprovechó que Salem estaba entre el público, y le tiró el micrófono inalámbrico.

-Tomá Alejo- y lo soltó. Salem intentó lucirse con una atajada de antología, pero le falló el cálculo y el micrófono se estrelló contra el escote de la rubia, al igual que las manos del arquero. Por cierto, ella no protestó.

Sin poder ocultar la risa, Martín Aon dijo:

-Sería bueno que todos digamos alguna actividad que podemos realizar solos. Puede empezar la señorita si lo desea.

-¿Cuál, la tetona?-
preguntó Salem desconcertado.

-¡Dale, Alejo!- lo apuró Lapolla.

-Afeitarse- dijo al fin el de barba rala, con un cigarrillo en la boca.

-Muy bien, muy bien- alentó Capazzo.

-Depilarse- dijo la morocha de la primera fila, logrando la ovación.

-Si Mamita- volvió a hablar Capazzo.

-Rascarse- sugirió otro.

-Maquillarse- aportó la pelirroja a la que Gustavo Lapolla le clavaba su cíclope mirada.

-Morirse- dijo el portero, queriendo decir "muéranse".

-Masturbarse- comentó convencido el gordo que apoyaba el codo en la cabeza del busto de Mariano Moreno.

-Bueno, no siempre- afirmó Alejo Salem, sabiendo de lo que hablaba.

-En mi caso si- dijo Capazzo, orgulloso.

Como Martín Aon permanecía silente, y concentrado, con medio dedo índice escondido en su fosa nasal derecha, escarbando, Gustavo Lapolla fue quien moderó:

-Paren un poco, che.

En ese momento, una voz de mujer llegó desde el costado de escenario, al lado de Sarmiento.

-La soledad es curable- dijo, y todos se callaron al mismo tiempo. Rápidamente le pasaron el micrófono.

Continúa...

lunes

LA SOLEDAD - Primera parte

LA SOLEDAD

PRIMERA PARTE

La angustia ante la soledad es -tal vez- uno de los mayores denominadores comunes. Por más que nos esmeremos en disimularlo, el temor a quedarnos solos es un fantasma que flota cerca nuestro.

Interpretando estas sencillas ideas, el equipo del CONCEPTO DFyD realizó una seria investigación, que alcanzó su pico más elevado con una charla debate, llevada a cabo en el salón de actos de una escuela para adultos de la ciudad de Mar del Plata.

Allí, los señores Gustavo Lapolla, Alejo Salem, Carmelo Capazzo y Martín Aon se presentaron por primera vez públicamente juntos (cabe aclarar, que faltó el Sr. Ezequiel Guernica, quien se excusó diciendo que quería estar solo).

La actividad contó -ante al asombro de los incrédulos- Con una gran concurrencia. Días más tarde, el portero del colegio admitiría haber sido sobornado por Alejo Salem para cerrar con candado todas las salidas para evitar la fuga del alumnado mientras durara el evento. He aquí un pequeño resumen de lo ocurrido.

Los obligados espectadores no tardaron en vomitar hostilidad; es que para convencerlos, los profesores les habían prometido que verían un muy buen espectáculo. Dejaron de gritar e insultar recién cuando las luces se apagaron por completo; ahí comenzaron los aplausos. Se encendieron los reflectores que apuntaban a las pesadas cortinas color bordó. éstas se separaron, dejando a la vista un gran cartel que decía: "La Soledad".

Un petizo de barba rala, se paró sobre la butaca y comenzó a revolear la campera, que hacía las veces de poncho. Al grito de: "Vamo carajo", todos lo imitaron.

La desilusión llegó en el momento en que los cuatro oradores de la noche entraron por el costado izquierdo del escenario y se ubicaron cada uno en una alta banqueta de caña, puesta para la ocasión, junto a su correspondiente micrófono.

El primero en hablar fue también el primero en callar.

-Buenas noches. Mi nombre es Martín Aon- comenzó a decir, pero una voz firme, contundente y decidida lo interrumpió.

-Tomatelá ladrón. Queremo ver a la Sole, queremo'!!!

Gustavo Lapolla -hombre de poca paciencia y gran contextura física- intentó identificar al insurrecto, pero un certero proyectil (media manzana oxidada) le dio de lleno en un ojo.

Carmelo Capazzo escupió una carcajada, mientras que Lapolla insultaba a los alumnos, los profesores y a los próceres, que tenían sus bustos (un poco deteriorados) en el sector derecho del salón de actos. Lo mismo ocurría con las profesoras.

Por fin, desde los altoparlantes, la directora del establecimiento amenazó con no dejarlos fumar más en clase. Se calmaron.

Las primeras filas de butacas estaban ocupadas en su totalidad por mujeres, detalle que no se les pasó por alto a ninguno de los cuatro que, al instante, se prepararon para lo que vendría: Gustavo Lapolla, con un ojo entrecerrado, se acomodó la corbata; Carmelo Capazzo se peinó las cejas, luego de mojarse los dedos con dos escupidas envidiables; Martín Aon encendió un habano, para darse aires de importancia; y Alejo Salem -sin dudas, el galán del grupo- dirigió la vista a los primeros asientos y se largó a recitar:

-No soy el mismo desde que te fuiste. Soy alérgico a que no estés conmigo. Tu adiós me sacó ronchas. Tu vacío me ocupa por completo. Tu ausencia es urticante, me hace sarpullidos...
-¡Que capo!
- festejó Carmelo Capazzo, que estaba viendo como las señoritas se mordían el labio inferior, mientras Salem seguía recitando:

-...no me dan las manos para rascarme. Tengo herpes, escaras...volvé amor, que ya tengo sarna.
-Gracias Alejo, ya estuvo bien-
dijo Martín Aon, interrumpiéndole su poema dermatológico a la soledad.

-Pero si todavía no terminó- protestó Salem- Bueno, si querés canto mi tema "Como loco malo"- propuso.

-No, no, dejá. Me toca a mí- intervino Lapolla, que a esta altura guiñaba el ojo de manera semipermanente.

-Si, mejor dale vos, Gustavo- dijo Carmelo Capazzo, y sacó un escarbadientes del bolsillo de su camisa azul.

Los espectadores no sabían si era en serio o no lo que estaban viendo, hasta que Lapolla -elocuente- luego de escupir a un costado, arrancó:

Continúa...

viernes

FARO DE VOZ



Ahora que el silencio aparente lo rodea, libra una muda batalla contra la invasión del sopor. Afuera llueve; adentro no, pero en la habitación hay un charco amargo, debajo de él, que ya ha recorrido su cuerpo, desbarrancándose.

La luz ingresa por la ventana, cuyas cortinas han encontrado hace tiempo reposo en el piso. La visión es tan difusa como la decisión a tomar, como la línea de llegada (o de partida), o como el recuerdo del beso impersonal que recibió horas antes.

No hay explicaciones posibles. No hay excusas. La culpa compartida es una idiotez inventada por los libros, o por los cobardes que jamás se atrevieron a admitir que la imbecilidad es divisible solamente por uno.

Está solo y sabe que ha llegado la hora de optar. Con las manos mojadas intenta en vano tapar sus oídos. Lo que repentinamente interrumpe el silencio no proviene desde afuera de su humanidad.

Andate refutando esa quietud que te describe;
demostrando que no hay pereza que aluda a tu destino;
que tu fortuna es estática pero no está cerca;
que contra tu voluntad móvil no hay raíz que se empecine...


La confirmación de que su elección es en sí un acto denodado, necesita llegar de la mano de una acción similar inmediata.

Fluctúa.

El camino a seguir es incierto, pero la obligación es apremiante, y no menos cierta. Piensa que no le hará falta ni brújula ni equipaje; alcanza con un poco de fe en la sombra de una actitud, o con la suela de una duda convertida en certeza a los golpes.

Lejos de ese momento quedaron sus planes iniciales, orientados a sus sueños. Lejos, quién sabe cómo, tal vez vuelva a soñar.

Recuerda las burlas reiteradas que recibió en cada oportunidad en la que falló. El triunfo –le decían, mofándose- es para los que lo merecen. Pero él sabía que se podría ganar incluso de formas insospechadas, y que no estaría derrotado por completo sino hasta que muriera (aunque también se muere, a veces, de formas insospechadas).

La tormenta se hace cada vez más intensa; la urgencia y esos dictámenes, también.

Andate siguiendo el borroneado mapa sin cruz;
buscando ficticios tesoros insepultos;
hallando cofres vacíos en la superficie de tu propio desdén.
Andate si acreditan tus logros sólo a la demora del fracaso.

Admite que hace tiempo que no logra enderezar su suerte, aunque cree (o creía) que tampoco es para tanto. Si bien se está acalambrando de andar mal, confía en lo efímero de ese estado, y se niega a aceptar –como le han dicho- que su vida es una perpetua ruina. Sin embargo, su vanidad no le permite evitar un pensamiento: ¡cuánto van a lamentarse cuando él ya no esté!.

Desde chico se convenció que su ausencia sería la desdicha de todos los que conocía. Siempre creyó (aunque nunca lo dijo abiertamente) ser el centro de atención. Y en verdad que por momentos lo fue, aunque no en todos los casos por motivos agradables.

Supone que pensar eso, ahora, responde a que su sistema de defensa está aplicando una estrategia para recuperar un poco de su amor propio, indignamente expropiado. A ese método de resguardo también atribuye las órdenes que empiezan a sonar en su cabeza, para darle un cartel de imprescindible.

Andate, así suspiran aliviados los maridos;
sollozan en secretos las esposas;
maldicen en silencio las amantes;
se aburren y fabulan los porteros...


Un relámpago saca una instantánea que le demora el latido correspondiente a ese momento. Una picazón fría le eriza la espalda cuando el rayo por fin se incrusta en alguna iglesia o edificio de la zona. Sonríe levemente al pensar que quizás el destino ahora quiso tomarle una fotografía a él, a su marioneta (la sonrisa es porque siempre afirmó que lo único que el destino se proponía era matarlo, y que lo manejaría hasta lograrlo).

En el aire flota una densa nube que emana un aroma que le recuerda su infancia, cuando se cortaba la luz por algún cortocircuito, dejando durante varios días ese atípico perfume eléctrico.

Las palabras, de pronto, lo arrancan del pasado y lo traen en el tiempo; arremeten sucediéndose dentro de él, ingobernables y sonoras, nítidas.

Andate a decapitar títeres, sabiendo:
que el retorno será una gran parodia;
que el destino es un invento;
que su inventor no volvió...


Ahora, afuera llueve en hebras austeras, que se pegan contra el sucio vidrio de la ventana. Enciende el último cigarrillo que queda en el atado. Paladea el humo y sus momentos finales en esa habitación; camina por ella. Cavila por Ella.

Una idea irrumpe desde su lado más salvaje, pero la descarta. Prefiere, en ese orden de pensamientos bárbaros, culminar su estadía con una fogata de recuerdos en la cama, y que el viento termine el trabajo con el resto de la casa, de las casas vecinas, con el mundo entero.

Como siempre, su parte aplomada prevalece por sobre cualquier reflejo primitivo, y decide que el mejor mensaje de dignidad es también una retirada sin reproches ni fuegos artificiales.

Mira por la ventana, tratando de adivinar su norte. Algunas lágrimas quieren ir a encontrarse con las gotas que se arrastran del otro lado del vidrio. Tiene miedo, pero con un ademán desempaña su costado impertérrito, cuando luego de dudar vuelve a escuchar el eco que repite:

Andate y no te detengas a confirmar tu sombra,
ni te demores alineando tus velas hacia las ráfagas
(hace mucho que la tierra no es plana,
y después de algunas curvas la vida te pisará los talones).


En un modesto alarde final, deja sobre la mesa el encendedor que recibió como regalo en su cumpleaños pasado, y las llaves.

No deja, sin embargo, nota de despedida, ni masculla insultos de ninguna índole; ni siquiera siente deseos de reciprocidad. Saber perder, al fin y al cabo, es una dolorosa manera de anotarse un punto (tal vez el del honor) en el vapuleado tanteador de su dignidad.

Se coloca el impermeable para encarar la suave lluvia que ahora cae tamizada. Empieza a oír un leve murmullo. Es la hora.

Unas pocas lágrimas intentan emigrar antes que él. Las deja salir libremente, sabiendo que además de orgullosas, son impacientes.

Durante unos segundos se queda en el umbral, pensando en que el camino será indefinidamente extenso y desconocido. Un viaje en el que sólo cuenta consigo. Una peregrinación sin vuelta con pasteles. Un recorrido sin dispensas para el recuerdo ni la melancolía.

Cierra su campera hasta arriba, guarda las manos en los bolsillos y se larga a caminar, mientras escucha, una y otra vez, ese faro de voz que desde su interior le reza...

Andate, que yo te prometo que
la tierra jurada será la que estés pisando
cuando decidas darle fin al éxodo
al que te condenaste porque ella te dejó.


domingo

BORRA DE CAFÉ

(profunda justicia)


Supo que estaba ahí, empujado por su constante actitud clandestina, aventurera y estúpida; la misma que lo llevó a extraviarse en ese suburbio de baches volcánicos, de canteros convertidos en trincheras, de veredas bombardeadas de olvido.

Desistió, como siempre, de la prudencia. Perdió la noción del tiempo unos segundos después de haber perdido el equilibrio en el enfangado borde de un cráter. Luego:

Un pánico repentino y congelante.
La caída libre (por primera vez odió la libertad).
El vacío llenándose de él.
El impacto contra el fondo pantanoso (aunque suficientemente duro).
Y el tiempo transcurrido (indeterminado o muerto o similar).


Lucharon por salir del fondo de su ser, hasta que lentamente emergieron: al principio fue un sonido, un sabor, un aroma; después fueron recuerdos un tanto borroneados. Así despertó. Poco a poco fue recuperando el entendimiento; sintiendo como el dolor le recorría el anverso y el reverso de su organismo inmóvil y húmedo.

Un fallido y doloroso intento alcanzó para que entendiera que su cuerpo era incapaz de acatar cualquier orden de movimiento: se negaba a desobedecer su propia quietud.
Desconocía cuánto tiempo llevaba allí (con la espalda contra el barro, con las piernas juntas y rectas, y con los brazos abiertos y entumecidos), y hasta cuándo estaría.

La ovalada excavación, de cielo raso ambulante, triplicaría su altura -estimó-, si estuviera parado. En cuanto al ancho, ni se molestó en calcularlo, al notar que las paredes estaban fuera del alcance de sus extremidades.

Perdido por perdido, y por imbécil, pensó.

Impulsado por el miedo no tardó en ensayar un grito de auxilio, para mancillar el desesperante silencio, pero el dolor tirano que le comprimía el pecho apenas si dejó salir un lamento balbuceado. Previo al segundo intento, recordó que estaba en un lugar deshabitado; en las ruinas de lo que debió ser un poblado con intenciones rumbosas, antes de que la devastación ocurriera.
Su instinto por seguir sucediendo lo llevó a extremar sus esfuerzos por ponerse en pie, y alcanzar la cima de la sima, antes de quedar formando parte de la borra de café de ese gigante y helado pocillo incrustado en la tierra.

Logró despegar la nuca de la ciénaga un instante (en el que sintió más frío aun), pero volvió a dar contra el fondo; del mismo modo en que tantas cabezas se habían estrellado contra el piso, merced a su violencia y su impunidad para ejercerla. Recordar esas conductas le adelgazó la esperanza, empalideciendo su espíritu.

Ahí, a cinco o seis metros de la vida, comenzó a sentir que ésta se le escapaba inexorablemente. Languideció ante esa certeza sin edulcorante ni anestesia.

Con los bolsillos vacíos (y los intestinos llenos de miedo), inició un desolado y cavernoso llanto, un lúgubre quejido, pero en silencio; porque sabía mejor que nadie que la vileza y la ruindad se pagaban en vida y de contado.

Se temió encima. Su propio caldo para revolverse era, en este caso, el sedimento del que ya formaba parte.

Llegó, entonces, el frío sedante. Vio el anochecer de su existencia. Luego:

Las retinas opacas (vitrificadas).
Un grito seco (un epitafio).
Una frase para adentro (una plegaria). Y su cuerpo enmohecido (y en cruz) ofrendándose a la oscuridad de esa tumba acorde al tamaño de sus culpas.

sábado

CON AMIGOS ASÍ...

NOTA: Dos cartas aparecidas en el año 2002, que intentaban defender a los entonces directores del Concepto DFyD.


Sr. Carmelo Capazzo:

Perdone que ya no lo tutee, cosa que he hecho durante el verano pasado, preferentemente de noche y particularmente bebiendo, pero ahora que estoy recompuesto creo que corresponde que asumamos la distancia que nos da la clase social, ya que no la edad.

Como usted habrá descubierto, el motivo de esta misiva no es otro que el de comentar sobre el suceso que vio envueltos a dos amigos nuestros, me refiero a Martín Aon y a Alejo Salem (por orden alfabético), personas que, si bien distintas, distinguidas y distinguibles, se confunden en una amistad y un afecto para quienes, como usted y yo, los miramos de cerca.

Usted, como todo hombre bien informado, estará al tanto de la solicitada publicada en numerosos matutinos (y también en 5ª y 6ª) del país. Allí un infame y cobarde periodista osó difamar a nuestros amigos catalogándolos de mujeriegos, ebrios y malolientes, entre muchos otros adjetivos falaces e inaplicables.

Convengamos que el término "mujeriego", si bien está aceptado por la Real Academia, es un tanto impreciso, cuando no ensalzador. ¿Cuántas mujeres debe uno contactar para serlo? ¿Acaso después de haber pernoctado con 2, con 20? ¿Es necesario yacer con esas mujeres para ser llamado así? ¿O sólo hace falta el intento?. Estas preguntas que torpemente esgrimo no esconden una defensa de nuestros amigos. Sólo trato de derramar una tenue luz sobre tamaña denuncia infundada.

Por otra parte, las mismas preguntas pueden ser, y lo son, aplicables al término "ebrios".

Con respecto al término "malolientes", la cuestión admite avanzar unos pasos más. Lo explicaré en breves palabras: todos conocemos a alguien a quien un olor le desagrada. Así, la palabra "maloliente" es tal vez la más subjetiva del diccionario. Con este procedimiento puedo acusar de maloliente a toda persona que utilizare una determinada fragancia; verbigracia: "Carolina Herrera for men", ya que me disgusta particularmente.

Creo que quien levante el dedo acusador deberá primero cepillarse las uñas, asear sus manos, enjuagarse, al menos.

Perdone que retome con el término "ebrios". Usted sabe que no quiero ser cargoso, paro la indignación me moviliza.

Hemos compartido -usted es testigo, cuando no promotor- innumerables noches literarias con estos dos amigos e incluso con algunos más. Creo que nadie puede disfrutar de una reunión entre amigos sin alguna bebida para compartir. Que Martín Aon y Alejo Salem (por orden de aparición) hayan tratado de comprar acciones de una firma productora de aperitivos, responde a un proyecto de inversión y no de inmersión, como ha sugerido este nefasto periodista que firma J. F., seguido de un número de documento, escudándose en un anonimato que le permite que yo no le rompa los huesos.

Sé que usted, más cerca de la sabiduría que de la vejez, sabrá dictar las palabras indicadas para calmar la cólera que me invade y la tristeza que ha dominado a nuestros amigos.
Atentamente.

Ezequiel Guernica

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Sr. Ezequiel Guernica:

Su respetuoso tono hacia mí no hace más que confirmar lo que ya sabía y tal vez no decía: usted es un verdadero caballero. Le hago llegar, junto con estas líneas, mi admiración tanto por su obra como por su persona.

Es de lamentar que el motivo que nos impulse a intercambiar estas esquelas sea el del acaecimiento que tiene como víctimas a dos amigos nuestros. Los queridos (?) y populares (??) Alejo Salem y Martín Aon (por orden antojadizo) fueron detractados pública e injustamente por un vil rastrero, resentido y envidioso que aprovechó la ocasión para intentar lucirse, alzando un estandarte que le es por completo ajeno.

No me interesa gastar adjetivos en ese oscuro periodista decrépito y demagogo, en ese pedante peligroso que -guiado por el despecho- escribió que nuestros amigos eran vistos con frecuencia merodeando a damas diversas, e incluso de vidas licenciosas, y no dudó en reputarlos de mujeriegos y hasta de rufianes.

El cretino, no contento con el daño, a poco de enterarse de una graciosa competencia que entre ambos realizaban, no vaciló en llamarlos pestilentes, hediondos y malolientes. Y aunque es cierto que ellos jugaban a ver quien pasaba más tiempo sin bañarse, este escriba impiadoso podría haber destacado el aspecto ingenuo y casi infantil de dicha justa.

La tercera de las falsas acusaciones es también la que más me indigna: sé que el fútil cronista esperó agazapado hasta poder verlos abrazados una madrugada, vomitando en una vereda, para gritar a los cuatro vientos que eran unos ebrios irredimibles; sin haberse tomado la molestia de constatar que además de líquido, también esputaban restos de lechón y chorizo colorado. ¿Ve cómo es? A quien anda mal del hígado no se le perdona ni un pequeño exceso.

Por todos estos sucesos, tengo que contarle, admirado Guernica, que una amarga reflexión nubla mi espíritu. Me entristece pensar que en las huestes encargadas de informara la población existan sujetos tendenciosos, sólo diestros en la ruin faena de tergiversar la imagen pública de personas de bien.

Ahora me invade otro pensamiento, que viene a copular con el anterior: si existen imbéciles que escriben noticias así, también hay homónimos que las leen y las creen. De este (no siempre estéril) apareo de necedades debe ser hija bastarda la mediocridad reinante con la que a diario nos topamos. Y así, sin más, hay personas que leen por allí que Alejo Salen y Martín Aon (por orden caprichoso) son unos ebrios, mujeriegos y malolientes y lo dan por hecho.

Lo digo y lo repito hasta el tedio (como al ajo): entre esas acusaciones y la realidad, existe la misma distancia que hay entre el lugar en donde estoy ahora y el que quiero llegar algún día; o, mejor aún, hasta el lugar que no llegaré jamás.

Junto con el frío, que me viene de la ventana entreabierta, me llega otra mala noticia: alguien cercano recién me alcanzó un artículo publicado en una revista hecha por y para mujeres. En el título del recorte se puede leer "Malditos Hombres", y en el correr de la nota (escrita como en el colectivo), me encuentro con que los nombres de nuestros vapuleados amigos encabezan el ranking de los "Machistas Mentirosos".

Respetado Ezequiel, me gustaría saber si lo ha leído y, si es así, qué piensa al respecto. Comprenderá -usted que todo lo entiende- que la aparición de estas femeninas infamias me han quitado hasta las ganas de explayarme; por tanto lo dejo en sus manos, ya que, de paso sea dicho, sabe mucho más de mujeres que yo.

Me queda la nada grata certeza de haberlo aburrido con mis quejas.

Le envío un cálido abrazo, y luego otro, desde los pasillos de la indignación.

Carmelo Capazzo

domingo

ANILLOS DE HUMO

ANILLOS DE HUMO


Bajó la ventanilla, dio la última pitada, arrojó la colilla afuera y subió el volumen del estéreo porque estaba sonando su tema predilecto y deseaba cantarlo con énfasis. Sacudía su cabeza hacia adelante y hacia atrás, siguiendo el ritmo, mientras se dirigía a buscar a sus amigos para ir a jugar al fútbol al club de siempre. Desde hacía unos cuantos meses se juntaban todos los días martes con la excusa de hacer un poco de deporte.

Faltando quince minutos para que terminara el partido tuvo que salir de la cancha porque le faltaba el aire y había comenzado a ahogarse. Más tarde, cuando en el vestuario sus compañeros de equipo le hicieran bromas diciéndole que así no llegaría a su cumpleaños número treinta, para el que sólo faltaban dos semanas, Camilo repitió la misma frase de siempre:
-Voy a dejar de fumar el día que encuentre al amor de mi vida. Es una promesa y así será- decía convencido y encendía un nuevo cigarrillo al que miraba fijo, como amenazándolo.


Sus amigos, pese a notar que el tabaco le estaba haciendo mal a su salud, le respetaban esa idea pues ya conocían cómo le funcionaba la voluntad en esos casos. En una ocasión había prometido que si salía victorioso de una traumática intervención quirúrgica a la que fue sometido, abandonaría por completo la ingesta de bebidas alcohólicas que por esos tiempos realizaba con vehemencia. El resultado no pudo ser mejor: la muela que le extrajeron exitosamente lo obligaba a ejercer la abstinencia etílica de manera permanente. Él había dado su palabra y por ello cumplió. Nunca más volvió a beber nada que contuviera alcohol, y, como ironía, comenzó a jugar al fútbol con una camiseta que en la espalda dejaba ver en forma ostensible el número catorce. Por todo esto es que grupo de amigos íntimamente sabía que él habría de cumplir su promesa. Para ello sólo faltaba lo que unos días después ocurrió…
Aquel domingo a la tarde Camilo salió de su casa decidido a encontrar un cenicero distinto para su colección. Uno que fuera extravagante y a la vez original. Recorrió todos los lugares de los que estaba anoticiado con idénticos resultados: tenían los mismos que él poseía. Cuando la tarde y sus ganas estaban mermando, súbitamente, recordó un lugar que días atrás le habían recomendado como el sitio adecuado para lo que pretendía.

Jamás una definición fue tan estrictamente cierta como esa.
Encontró ahí un cenicero de pie de sesenta centímetros de altura, tallado en caoba que representaba a una mujer sin rostro, desnuda con el cabello atado. De sus exagerados pechos salían dos rosas. La brillante terminación en laca le daba el toque imponente. Con ese cenicero ya se hubiera dado por satisfecho pero el destino le hizo un favor y lo dejó cruzarse con ella.
María: majestuosa. La Divinidad encarnada en el sutil contorno de un cuerpo de mujer. Perfecta, vital, joven, sensual, dolorosamente bella. Emanaba tanta paz y seguridad de sí misma que parecía capaz de calmar cualquier tempestad o de ordenarle al tiempo que se detenga o avance según su antojo.

Camilo se paralizó. Sudó. Las ideas se le amontonaron en la garganta y su corazón comenzó a latir al ritmo de su nerviosismo. Se encontraron en las miradas. Se reconocieron el uno en el otro, se necesitaron al instante. Se hacían falta por unanimidad.

La votación fue tan sencilla como directa: él propuso y votó a favor en cuatro palabras:
-Mañana a la noche- dijo con una voz que parecía de otros momentos de felicidad que, no encontró explicación lógica, aún no había vivido.
-A las nueve- sentenció ella, en una afirmación que más que a veredicto sonó a deseo.
-A las nueve - repitió él y salió del local, absorto, mirando el piso sin terminar de entender lo que le acababa de ocurrir. En las manos llevaba su extravagante cenicero.
En el auto, mientras fumaba y miraba la braza del cigarrillo, presintió que ese era uno de los últimos. Las promesas estaban hechas para cumplirlas y él, precisamente, era un promesante. Después de todo sería el mejor negocio de su vida. Recordó los calambres que de noche lo asediaban y lo mantenían despierto y dolorido hasta el alba. Sonrió al fantasear con ella como la mujer que podría salvarle la vida. Complacido, esa noche se durmió saboreando esa posible redención.

Lunes: el día acordado. La jornada transcurrió más lenta que nunca. Las nueve de la noche parecían más lejanas que la paz mundial. Pero finalmente llegaron a la misma hora de todos los días.

Entonces María y Camilo se vieron. Bebiendo agua mineral en copas azules esmeriladas, mientras resumían sus vidas en palabras simples y seductoras. Sus miradas estaban encendidas y cargadas de anhelos. Sus cuerpos se erizaban y estremecían a cada roce.

La habitación del hotel no tenía nada de especial, salvo un ramo pequeño de jazmines y sus ocupantes, que con la desesperación de dos convictos en fuga se hacían uno solo del modo más primario y elemental. Las respiraciones agitadas y exaltadas por el fulgor de la piel incinerándose, cabalgaban en perfecta sintonía, componiendo así la más armónica, intensa y excepcional melodía que a dúo, exhalaban al cielo como manifiesta expresión del amor una pasional plegaria, pidiendo la eternidad de ese preciso instante de plenitud total. Juntos crearon y habitaron su edén. Luego, temblando aun, volvieron a sus desnudos y transpirados cuerpos. El ramo de jazmines, que reposaba al lado del altar que en forma de cama había propiciado el ceremonial encuentro, aromaba sus extasiadas lágrimas.

Los dos conocían aquel proverbio que rezaba "No compartas tu almohada con quien no comparte tus sueños" y ambos lo habían padecido con anterioridad. Pero acaso ahora...

Súbitamente Camilo ya no deseó fumar. Lo asaltó la urgencia de cuidar su vida para entregársela a ella. En segundos percibió la necesidad de convertir su cuerpo en el más sagrado y puro templo para celebrarla a ella. Se juró no volver profanarse.

Más tarde, ya en su casa y mientras decretaba esa fecha como "lunes de Pascua", tiró a la basura la caja de habanos que abasteciera sus ansias nocturnas y sahumara sus ideas en esas noches insomnes en las que él fumaba en la cama con la mirada en ninguna parte, pensando en su destino.


Se levantó temprano con la convicción de no ser el mismo de siempre. Cuando iba en el auto hacia el trabajo notó que el mar reposaba de un modo peculiar, diferente y silencioso. Después se percató que las copas de los antiguos árboles que decoraban las plazas céntricas mostraban una variada gama de verdes muy vivos y notorios. Ya al atardecer, en la culminación de una jornada soleada y sin viento, contempló como nunca antes la caída del sol y la posterior coloración del cielo en tonos amarillos y rosados fundiéndose en el azul pastel predominante.

A la noche, mientras se dirigía al club a jugar al fútbol, detuvo su auto en la costanera y se puso nuevamente a contemplar el plácido mar que iba y venía sin apuro ni retraso, sin osadía ni timidez, cumpliendo con su labor sin emitir quejas. El llamado de un amigo a su teléfono celular para recordarle el partido en el club lo hizo sobresaltar y caer en la cuenta de que se había quedado hipnotizado con el ir y venir de las pequeñas olas. Manejó deprisa las cuadras que le faltaban mientras pensaba que nunca antes se había sentido así.

Sus amigos lo abrazaron al escuchar el relato sobre María y al comprobar, estupefactos, que no fumaba ni llevaba olor a tabaco consigo.

Lo habían visto tantas veces sufrir por continuos desengaños y por los inútiles esfuerzos por encontrar la persona justa para él, que por fin percibían que esta era la oportunidad para la que se había estado preparando toda su vida.

El partido, empero, debía comenzar. Dejarían para después los festejos correspondientes.

El primer gol que convirtió lo celebró bailando al ritmo de la música que se escuchaba en los altavoces del club; el segundo, haciendo un exagerado movimiento sexual, luego simulando encender un cigarrillo y levantándose la camiseta para dejar a la vista una remera blanca en donde se leía: "El fumar es perjudicial para la salud". Todos rieron.

A cuatro minutos de terminar el partido sintió que se ahogaba. Intentó respirar profundo pero el corazón se le aceleró más. Pensó en María, tosió y cayó de rodillas. Se le acalambró el cuerpo por completo. Las puntadas en el pecho se hicieron cada vez más intensas y el dolor se le tornó insoportable. No pudo hablarle a sus amigos que, pálidos, lo rodearon preguntándole cosas que él ya no escuchó. Volvió a pensar en la noche anterior y sintió amor, dolor, calor. Entonces un rayo de fuego le atravesó el corazón. Luego, el frío. Sintió el frío más indeseable que existe al tiempo que comenzó a ver algo difuso: la imagen femenina y sensual de su extravagante cenicero que iba modificando su gesto hasta adquirir el rostro de María, que sonriendo mientras sus labios emanaban humo en bocanadas que volaron sobre él envolviéndolo y acompañando el trayecto último de su caída. Su mirada se consumió poco a poco hasta apagarse en el momento en que la cabeza dio de lleno contra el suelo de la cancha.

Su quejido final, el ruido del impacto y los gritos desesperados de sus amigos, quedaron flotando en el aire como anillos de humo.
Para cuando llegó la ambulancia Camilo estaba muerto.

--Martín Aon

Nota: La ilustración está hecha por SIGMA.
En realidad, el texto es la excusa para poder publicar el dibujo.

lunes

EL CÓDIGO DE AON

Aclaración: El presente texto y el anterior se publican por pedido de los lectores del por ahora desaparecido Concepto DFyD. Sepan disculpar lo autorreferencial.



El Código de Aon
por el Comando Mocho
Ciudad de DFyD, mayo de 2176
Ref.: EL Código de Aon

Sr. Procurador:
S / D
De mi mayor consideración:

De acuerdo a lo encomendado cumplo en elevar la investigación sobre “El Código de Aon” que esta Comisión efectuara.
Lamentablemente debo informarle que la ausencia de documentación no permitió que se develaran todas las incógnitas sobre su contenido y su autor.
Relatos orales, grafittis en los baños y secretos dichos a media voz es lo único que mi personal pudo obtener.
Sin perjuicio de lo expuesto, a continuación adjunto nuestras magras conclusiones.

Atentamente.
Gustavo Lapolla III - Comisionado.

1. PRELIMINARES

Martín Aon (el apellido es el materno. Más adelante se consignará porqué el nombrado lo adoptó como alias) nació en las postrimerías del siglo XX y desapareció sin pena ni gloria en el ocaso del siglo siguiente.

Pocas precisiones existen de su vida, además de las consignadas en su dudosa biografía (que se publica más abajo).
Es mentado que Martín se autoproclamaba como escritor y líder espiritual; sin embargo varias crónicas orales coinciden en que sus únicas destrezas fueron las de huésped.

En su fingido papel de artista le gustaba hacerse el bohemio en los cafetines de la ex Patagonia Argentina –destino temporal de su destierro-, sosteniendo a los gritos que él vivía la vida artística de acuerdo a dos principios de su autoría. Uno sentenciaba que “EL ARTISTA DEBE ROMPER LA REGLAS”, el segundo dictaminaba: “EL ARTISTA SIEMPRE DEBE CAMINAR POR EL BORDE DE LA CORNISA”.

Es justo señalar en este informe que en verdad todo su trabajo –aunque roñoso, breve y fútil- se ciñó estrictamente a ambas máximas.

Efectivamente Martín rompió las reglas. Todas las reglas de la gramática y la ortografía, prodigándose en la abolición de la hache (H) y las eses (S) finales.

Fue un paladín en la sustitución de la C por la S y un cultor de la supresión de acentos incomodantes y diéresis inoportunas.

En un honesto acto de justicia también corresponde reconocer que Aon ciertamente vivió de acuerdo a su segundo principio, transitando por la orilla del precipicio, siempre arriesgando, siempre al borde. Al borde del buen gusto y de perder los pleitos entablados por escritores a los que saqueó concienzudamente.

De nuestra investigación surge que se destacó en el uso del comando CTRL + C copiando frases primero y luego páginas completas de cuanto escrito consideró que se le podría haber ocurrido a él mismo. Un poquito de Cortázar por acá, unas frases de Soriano por allá, una paginita de Bucay y sus saqueados por acullá.

Como dijéramos, prácticamente no existen datos fidedignos sobre su historial.

Hay quien dice que fue parquero en un club de tenis y vendedor de panchos por la noche. Otros no dudan en afirmar que instaló teléfonos en el sur de su país, haciendo lo propio con inodoros en barrios hostiles de su ciudad. Algunos sostienen que derrochó su saber oficiando de pelacables en diversos proyectos de escasa monta. Pero se cree más en la leyenda que declara que amasó una fortuna como Mago falible y la malgastó en la compraventa de automotores.

Unos enterados narran que destruyó la casa materna en un acceso de ocio creativo. Luego la reconstruyó al solo efecto de hipotecar el inmueble.

En un magnánimo gesto de generosidad dejó que otro cancelara el gravamen.

En honor a su progenitora y para envidia de los vecinos, construyó una avenida de dos carriles (que llevó su nombre) que recorría toda la longitud del hogar materno, conectando la vereda con el hall de entrada. De este modo se facilitó el acceso a la propiedad en un tiempo de 28 segundos; ello si no era detenido en el trayecto por uno de los dos estratégicos semáforos que instaló para poder hacer trucos de magia durante la luz roja y ganarse una propina de parte del recién llegado.
Varios coterráneos comentaron que tomó los apodos con que lo nombraban las señoritas de mala nota y con ellos bautizó una primera versión electrónica de sus escritos: Dragón (porque le salía fuego por el culo), Fantasma (porque a la hora de saldar una cuenta no se lo veía) y Duende (porque en realidad no era más que un alma en pena).

Tanto para evitar el oprobio a su familia como para desorientar a los acreedores, comenzó a ocultarse tras el alias de Martín Aon; hecho corroborado por las múltiples entradas que se aprecian en las libretas del carnicero y del dueño del bar.

2. EL CÓDIGO OBJETO DE LA PRESENTE.


A ciencia cierta pudo determinarse que el muy hijo de puta escribió su propia versión de las Sagradas escrituras.

Tamaño sacrilegio sólo se ve opacado por la segunda de sus hazañitas: en estos evangelios falsificados el propio martín se sitúa como protagonistas principal, en uno de sus gestos egocéntricos más destacados.

Así como Don Verídico en su época de gloria, o Manuel Mandeb en la plenitud de sus facultades, Aon pretendió – pero mediante literatura de dos pesos- ser el cronista de su era.
Este gesto altruista, este noble propósito narrativo sólo escondió el oscuro afán de perpetuarse indecorosamente como el objeto de adoración de un nuevo culto creado por su mente afiebrada en colaboración con su alma ruin.

Hay quien jura que a estos efectos dejó registrados un puñado de libelos infamantes plagados de textos autoreferenciales, con elogios a sus propias y dudosas virtudes.

Los folletines en los que se sentaban las bases de su nueva pseudo doctrina abundaban en citas vanidosas, extendiéndose en una hartura de oraciones trilladas en las que se dedicaba a endiosarse sin ningún pudor.

Aparentemente Aon fue un fanático acérrimo de la tecnología y el ocio; y se dice que para editar su Biblia eligió el ingenioso eslogan “Una imagen vale más que mil palabras” y por lo tanto su pasquín –con contenido de alto voltaje erótico- ilustraba las enseñanzas del culto mediante fotografías que pretendías iluminar a las masas hambrientas de pan espiritual.

Sus detractores en cambio, señalan que las láminas servían al único propósito de ahorrarle trabajo a su pluma miserable.

Este mezquino infame –dándose aires de misterioso- ventiló sus ignominiosas revistuchas bajo el nombre de El Código de Aon.

Se rumorea que el Código… establecía que sus feligreses debían adorarlo bajo la advocación de Capo, Chiquitodopoderoso o Tongochudo indistintamente.

Presuntamente el compendio detallaba una serie de normas heréticas que tenían por único objeto el de divinizar a su autor.

No existen pruebas que respalden la existencia de mensajes encriptados en los escritos blasfemos, por el contrario las evidencias indican que el autor bautizó de esa manera su afrentoso álbum en un ataque de envidia hacia su contemporáneo Dan Brown, quién sí obtuvo algún rédito monetario con su libro El Código Da Vinci (rédito que no le alcanzó para ganarse el respeto de su época, ni de otras).

Para beneficio de los incautos y para desgracia de esta investigación, los manuscritos originales de Aon –el Mesías Adulterado- fueron concienzudamente quemados en un acto público por un grupo de ex novias en un ataque de despecho y justicia.

Una minuciosa criba por varias bibliotecas de papel impreso que aun sobreviven nos permitió obtener algunas copias de unos escasos fragmentos de El Código…, que escaparon a la pira.
Dicha documentación es adjuntada en el…

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NOTA: El informe finaliza abruptamente acá, sin que la documentación haya aparecido jamás.
En el fondo del sobre lacrado, en el que llegó el informe firmado por Gustavo Lapolla III, encontramos un diminuto fragmento de un Perito Grafólogo que presuntamente analizaba una esquela escrita por Aon a su hermano, el único que siguió tratándolo con los años. Transcribimos la conclusión:

“…Asimismo, el uso de la sangría en la primera línea del párrafo denota una frialdad exasperante, puesto que utiliza el formato de una carta comercial para vincularse con sus familiares. Respecto a la repetición del trazo que sobresale en la base de las letras D mayúsculas (línea de fuga hacia la izquierda), su constante aparición nos permite aseverar que el autor del texto fue un individuo con tendencia a las personalidades múltiples, al abuso de poder, a la manipulación, a la ingesta desmedida se salamín picado fino y a la flatulencia traicionera…”

CONCEPTO DFyD